lunes, 24 de mayo de 2010

DE: CRONICAS MARCIANAS

DE: CRONICAS MARCIANAS
RAY BRADBURY


ABRIL DE 2000.
LA TERCERA EXPEDICIÓN.

LA NAVE BAJÓ del espacio. Venía de las estrellas y los abismos oscuros, las órbitas relucientes, los silen¬ciosos golfos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de me¬tal, y se movía en un silencio limpio, resplandeciente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluido el capi¬tán. La muchedumbre, reunida en la pista de Ohio, los había despedido con gritos de alegría, agitando las manos a la lia del sol, y el cohete, envuelto en gran¬des flores de color, se había alejado en el espacio jEl tercer viaje a Marte!
Al entrar en la atmósfera marciana el cohete redujo matemáticamente la velocidad. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán por las aguas de medianoche del espacio; había dejado atrás la luna antigua y se había lanzado a nadas suce¬sivas. Los hombres de la tripulación se habían gol¬peado, enfermado y curado, alternadamente. Uno ha¬bía muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los "ojos claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte ve¬nía hacia ellos.
—¡Marte! —exclamó el navegante Lustig.
—¡El viejo y simpático Marte! —dijo Samuel Hinkston, el arqueólogo.
—Bien —dijo el capitán John Black.
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, sobre el césped, había un ciervo de hierro. Más allá, se vela una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, cubierta de molduras de estilo rococó, con ventanas de vidrios azules, rojos, verdes y amarillos. En el por¬che crecían unos geranios, y una vieja hamaca se ba¬lanceaba, hacia atrás, hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangulares y un techo en forma de caperuza. Por la ventana se po¬día ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril.
Alrededor del cohete se extendía el pueblo, verde y tranquilo, bajo el cielo primaveral de Marte. Las casas eran blancas o de ladrillos rojos, y los álamos, los arces y los castaños se movían con el viento. En el campa¬nario de la iglesia dormían doradas campanas.
Los hombres del cohete vieron todo esto. Se mira¬ron unos a otros y volvieron a observar el paisaje, pálidos, tomándose de los codos, respirando con dificul¬tad.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente loi ojos—. Demonios.
—No puede ser —dijo Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
—La atmósfera es algo enrarecida, señor. Pero tiene suficiente oxígeno. No hay peligro.
—Entonces, saldremos —dijo Lustig.
—Esperen —replicó el capitán John Black—. ¿Qué es esto?
—Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
—Y es un pueblo idéntico a los de la Tierra —dijo Hinkston, el arqueólogo—. Increíble. No puede ser, pero es.
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen paralelamente, Hink¬ston?
-Nunca lo hubiera creído, capitán.
El capitán, inmóvil, examinaba el paisaje.
—Miren. Geranios, Una planta de cultivo. Esa va¬riedad específica no se conoce en la Tierra sino desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante miles de años. Y díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, colum¬pios en el porche; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico que un compositor marciano haya com¬puesto una pieza de música titulada, aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? Esto querría decir que existe un río Ohio en Marte.
—El capitán Williams, por supuesto —exclamó Hink¬ston.
-¿Qué?
—El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su compañero. Eso lo expli¬caría todo.
—Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día siguiente de su llegada. Al menos las pulsaciones de los transmiso¬res cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se ha¬brían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha pasado un año, y el ca-pitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran po¬dido construir un pueblo como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza marciana? Miren el pueblo; existe desde hace por lo menos setenta años. Miren ese porche; miren esos árboles, todos centenarios. No, esto no es obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. No saldré de la nave antes de aclararlo. ,
—En cuanto a eso —dijo Lustig—, Williams, sus hom¬bres y York descendieron en el hemisferio opuesto del planeta. Nosotros hemos tenido mucho cuidado de des¬cender en este hemisferio.
—Excelente argumento. Como es posible que unos marcianos hostiles hayan matado a York y a Williams, nos aconsejaron descender en una región alejada, para evitar otro desastre. Estamos, por lo tanto, en un lugar que Williams y York no conocieron.
—¡Maldita sea! —Exclamó Hinkston—. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con su permiso. Es posible que en cada planeta de nuestro sistema solar haya pautas simi¬lares de ideas, diagramas de civilización. Quizá estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época.
—Creo que debemos esperar —dijo el capitán John Black.
—Es posible, capitán, que esto demuestre por vez pri¬mera, y plenamente, la existencia de Dios.
—Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
—Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
—No haga una cosa ni otra, por lo menos hasta sa¬ber qué pasa.
ft —¿Qué puede pasar? —Interrumpió Luitig—. Nada, capitán. El un pueblo agradable, muy verde, un poco anticuado, como el pueblo donde nací. Me gusta su aspecto.
—¿Cuándo nació usted?
-En 1950.
—¿Y usted, Hinkston?
—En 1955. En Grinnell, lowa. Y este pueblo se pa¬rece al mío.
—Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cual¬quiera de ustedes. Tengo ochenta años. Nací en 1920, en Illinois, y con la ayuda de Dios y la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente más receloso. Este pue¬blo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Creen Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndote hada el radiotelegra¬fista, añadió—: Comuníquese con la Tierra y dígales que hemos llegado. Nada más. Mañana enviaremos un -informe completo.
—Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que debía ser la de un octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
—Le diré qué vamos a hacer, Lustig. Usted, Hink¬ston y yo daremos una vuelta por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si ocurre algo, se irán en se¬guida. Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra tripulación puede prevenir al próximo cohete. Creo que será el del capi¬tán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien armado.
—También lo estamos nosotros. Tenemos un verda¬dero arsenal.
—Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos Lustig, Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos de la nave.
Era un hermoso día de primavera. En un manzano en flor cantaba continuamente un petirrojo. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de las flores flotaba en el aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música venía y se iba, venía y se iba dulce¬mente, lánguidamente. La canción era Hermosa soña¬dora. En alguna otra parte, en un gramófono, chi¬rriante y apagado, giraba un disco de Vagando al ano¬checer, cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. Respira¬ron con dificultad el aire enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
Oh, give me a June night, The moonlight and you...

Lustig y Samuel Hinkston se estremecieron.
El cielo estaba sereno y tranquilo. En alguna parte corría un arroyo, a la sombra de un barranco con árboles. En alguna parte, tirada por un caballo, tra¬queteó una carreta.
—Capitán —dijo Samuel Hinkston—. Los viajes a Marte comenzaron probablemente, debieron comenzar poco antes de la primera guerra mundial.
—No. ;
—¿De qué otra manera puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los pianos, la música? —Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo miró a los ojos.— Si usted admite que en 1905 ha¬bía gente que odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con varios hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a Marte...
—No, no, Hinkston.
—¿Por qué no? El mundo era muy distinto en 1905. Era fácil guardar un secreto.
—Pero algo tan complejo como un cohete no se puede ocultar.
—Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron similares a las casas de la Tierra, pues trajeron consigo la civilización terrestre.
—¿Y han vivido aquí todos estos años? —preguntó el capitán.
-En paz y tranquilidad, si. Quizás hicieron varios viajes y trajeron bastante gente como para formar un pueblo, y luego no volvieron a viajar, pues no querían ser descubiertos. Por eso este pueblo parece tan anti¬cuado. No veo aquí nada posterior a 1927. Es posible, también, que los viajes en cohete sean aún más anti¬guos. Quizá comenzaron hace siglos, en alguna parte del mundo, y las pocas personas que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guar¬dar el secreto.
—Tal como usted lo dice, parece razonable.
—Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien.
El césped verde y espeso apagaba el ruido de los pasos. El olor de la siega flotaba en el aire. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió inundado por la paz del lugar. Durante loi últimos treinta años no había estado nunca en un pueblo, y ahora sentía en el alma, como un bálsamo, el zumbido de las abejas primaverales y la frescura del paisaje.
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que ocultaba la entrada del vestíbulo, y en una pa-red, sobre un sillón Morris, un cuadro de Maxfield Parrish. La casa olía a desván, a vieja y a infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mu¬cho calor, y en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el ves¬tíbulo, y una señora de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda de 1909, asomó la cabeza y los miró.
—¿Qué deseaban? —preguntó.
-Disculpe -dijo el capitán indeciso—, pero busca¬mos… es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
—Si venden algo...
—No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
—¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo se llama?
—Somos forasteros. Queremos saber cómo nació este pueblo y cómo llegó usted aquí.
—¿Son ustedes censistas?
-No.
—Todo el mundo sabe que fundaron este pueblo en 1868. ¿Se trata de un juego?
—No, no es un juego —replicó el capitán-. Veni¬mos de la Tierra.
—¿Quiere decir que han salido de debajo de la tie¬rra?
—No. Hemos venido del tercer planeta, la Tierra, en un cohete. Y hemos descendido aquí, en el cuarto planeta, Marte...
—Esto es —explicó la mujer como si le hablara a un niño— Creen Bluff, Illinois, en el continente ameri¬cano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un lugar llamado el Mundo, y a veces la Tierra, y Ahora, váyanse. Adiós.
Y se alejó rápidamente, pasando los dedos por entre los abalorios de la cortina.
Los tres hombres se miraron.
—Propongo que rompamos la tela metálica —dijo Lustig.
—No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!
Fueron a sentarse en un escalón del porche.
—¿Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que tal vez extraviamos la ruta, volviendo accidentalmente a la Tierra?
—¿Y cómo?
—No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
—Verificamos continuamente la trayectoria —dijo Hinkston—. Registramos los kilómetros. Dejamos atrás la Luna y atravesamos el espacio. Estoy absolutamente seguro. Estamos en Marte.
—¿Y si nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años? —No diga bobadas, Lustig.
Lustutig se acerco a la puerta, hizo tonar la campa¬nilla y gritó a las habitaciones frescas y oscuras:
-¿En qué año estamos!
—En mil novecientos veintiséis, naturalmente -con¬testó la mujer que estaba sentada en una mecedora, tomando limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
—¿Oyen? Mil novecientos veintiséis. Hemos retroce¬dido en el tiempo. Estamos en la Tierra.
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al terror, acariciándose nerviosamente las rodillas.
—Nunca imaginé nada parecido —dijo el capitán—. Confieso que me asusta. ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Ojalá hubiéramos traído a Einstein con nos¬otros.
-¿Nos creerá alguien en este pueblo? —Preguntó Hinkston—. ¿Estaremos jugando con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No debiéramos elevarnos y vol¬ver a la Tierra?
—No. No hasta visitar otra casa.
Pasaron ante otros edificios y se detuvieron en una casita blanca, debajo de un roble.
—Me gusta ser completamente lógico —dijo el capi¬tán—. Y no creo que hayamos resuelto el problema. Admitamos, Hinkston, que se viaje en cohete desde hace mucho. Y que los terrestres, después de vivir aquí algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra. Primero una leve neurosis, después una psico¬sis, y por fin la locura. ¿Qué haría usted, como psiquia¬tra, frente a un problema semejante?
Hinkston reflexionó.
—Creo que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas, las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una vasta hipnosis colectiva, trataría de que todos creyesen que esto es realmente la Tierra, y no Marte.
—Bien, Hinkston. Creo que estamos en la buena pista. La mujer de aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura. Ella y los demás de este pueblo son los sujetos de la mayor expe¬riencia, en inmigración e hipnosis, que hayamos po¬dido encontrar.
—¡Eso es! —exclamó Lustig.
—Tiene razón —dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
—Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento me¬jor. Todo es un poco más lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia adelante, via¬jando por el tiempo, me revuelve el estómago. Pero de esta manera… —V añadió sonriendo—: Bien, bien, me parece que vamos a ser muy populares aquí.
—¿Cree usted? -dijo Lustig—. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la Tierra, como los Peregri¬nos. Quizá les disguste nuestra presencia. Quizá inten¬ten echarnos, o matarnos.
—Tenemos mejores armas. Vamos a otra casa. ¡An¬dando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo, mirando fijamente la calle que atra¬vesaba el pueblo en la paz de la siesta.
—¡Capitán!
—¿Qué le pasa, Lustig?
—Capitán, capitán, lo que veo... ,.
Lustig se echó a llorar. Alzó las manos temblorosas, y en su cara hubo asombro, dicha, incredulidad.
Parecía como si de pronto fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y echó a correr, tropezando tor¬pemente, cayéndose y levantándose, y cayendo.
—¡Miren! ¡Miren!
—No lo perdamos de vista —dijo el capitán corriendo también.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban la calle sombreada entró en el porche de una gran casa verde, con un gallo de hierro en el tejado. Gritando y llorando gol¬peó la puerta. Hinkston y el capitán llegaron poco después, jadeantes, extenuados por la carrera y el aire enrarecido.
—¡Abuelol ¡Abuela! —gritaba Lustig. —¡David! —exclamaban con voz aflautada dos viejecitos. Lo abrazaban, le palmeaban la espalda, y gira¬ban a su alrededor.
—(Oh, David, David, han pasado tantos años! ¡Cuánto has crecido! ¿Cómo te encuentras?
-¡Abuelo! |Abuela! -sollozaba David Lustig-. ¡Qué buena cara tienen!
Los abrazó, los hizo girar, los besó y lloró sobre ellos. Luego los apartó un poco para verlos mejor. El sol brillaba en el cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre estaban abiertas de par en par.
—Entra, David, entra. Hay té helado, mucho té. —Estoy con unos amigos. —Lustig se dio vuelta, y excitado, riéndose, hizo señas al capitán.— Capitán, suban.
—¿Cómo están ustedes? —dijeron los viejos—. Pasen. Los amigos de David son también nuestros amigos. No se queden ahí.
La salita de la casa era muy fresca. Se oía el sonoro tictac de un reloj alto, antiguo, de molduras de bronce. Habla almohadones en los divanes, paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y refrescante.
—¡Salud! —dijo la abuela tocando el vaso con sus dientes de porcelana.
¿Desde cuando están aquí, abuela? —preguntó Lustig.
—Desde que nos morimos —replicó la mujer.
El capitán John Black dejó su vaso en la mesa.
—¿Desde cuándo?
—¡Ah, sí! —asintió Lustig—. Murieron hace treinta años.
—¡Y usted ahí, tan tranquilo! —gritó el capitán.
La vieja parpadeó brillantemente.
—Chist... ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué, para qué o cómo ocurren las cosas? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una segunda oportunidad. —Se acercó al capitán y le mostró una muñeca.— Toque. -El capitán tocó.— ¿Sólida, eh? -El capitán asintió.-Bueno, entonces —añadió con aire de triunfo— ¿para qué hacer preguntas?
—Bueno —dijo el capitán—, nunca imaginamos que encontraríamos esto en Marte.
—Pues lo han encontrado. Me atrevería a decirle que en los otros planetas hay también muchas cosas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
—¿Esto es el cielo? —preguntó Hinkston.
—¡Qué tontería! No. Es un mundo en el que se nos ofrece una segunda oportunidad. Nadie nos ha dicho por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué está¬bamos en la Tierra. Me refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen ustedes. ¿Podemos afirmar que no hay aun otra además de aquélla?
—Buena pregunta —dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos:
—¡Qué bueno es verlos, qué bueno!
El capitán se palmeó descuidadamente una pierna y se incorporó.
—Tenemos que irnos. Muchas gracias por el refresco.
—Volverán, ¿no es cierto? —dijeron los viejos—. Ven¬gan a cenar.
—Trataremos de venir, gracias. Hay muchas cosas que hacer. Mis hombres esperan en el cohete y...
Se calló y miró hacia la puerta sobresaltado.
A lo lejos se oían voces, gritos y saludos.
—¿Qué pasa? —preguntó Hinkston.
—Pronto lo sabremos —dijo el capitán. Franqueó rá¬pidamente la puerta, corrió por el césped y salió a la calle del pueblo marciano.
De pronto se detuvo con los ojos fijos en el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tripulación salía, saludando con la mano, y se mezclaba con la muche¬dumbre reunida en el lugar, hablando, riendo y estre¬chando manos. La gente hacía pasos de baile, la gente se arremolineaba. El cohete yacía vacío y abandonado.
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una alegre melodía con tubas y trompetas que apuntaban al cielo. Redoblaron los tambores y chillaron las gaitas. Niñitas de cabellos de oro sal¬taban sobre la hierba. Niñitos gritaban: "¡Hurral" Hombres gordos repartían cigarros. El alcalde del pue¬blo pronunció un discurso. Luego, los miembros de la tripulación, llevando del brazo una madre, un pa¬dre o una hermana, se fueron animadamente calle abajo y entraron en las casas y en las grandes man-siones.
-¡Deténganse! -gritó el capitán.
Se oyeron unos portazos.
El calor creció en el claro el cielo de primavera, y todo quedó en silencio. La banda de masica desapareció detrás de una esquina, y el cohete quedó solo, res¬plandeciendo y centelleando a la luz del sol.
—]Lo han abandonado! —dijo el capitán—. ¡Han abandonado el cohete! jLes arrancaría la piel a lati¬gazos! ¡Tenían órdenes precisas!
—Capitán, no sea duro con ellos —dijo Lustig—. Se han encontrado con parientes y amigos.
—¡Eso no es una excusa!
—Piense en lo que habrán sentido al ver esas caras familiares alrededor del cohete —dijo Lustig.
—Yo les había dado órdenes, malditos sean.
—¿Qué hubiera sentido usted?
—Hubiera cumplido las órdenes... -comenzó a de¬cir el capitán, y se quedó boquiabierto,
Por la acera, bajo el sol de Marte, venía un joven de unos veintiséis años, alto, sonriente, de ojos asom¬brosamente azules y claros.
—¡John! —gritó el joven, y trotó hacia ellos.
—¿Qué? —dijo el capitán vacilante.
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le pal¬meó la espalda:
—]John, bandido!
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—¿Eres tú? —exclamó el capitán John Black.
—¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
—¡Edward!
El capitán, tomando la mano del joven desconocido, se volvió a Lustig y a Hinkston.
—Este es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.
-¡Ed!
—¡John, sinvergüenza!
—Tienes muy buena cara, Ed, ¿pero cómo? No has cambiado nada en todo este tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis y yo diecinueve. ¡Dios mío! Hace tantos años, y aquí estás. ¡Señor!, ¿qué ha pasado?
—Mamá está esperándonos —dijo Edward Black son¬riendo.
—¿Mamá?
—Y papá también.
—¿Papá?
El capitán se tambaleó como si lo hubieran golpeado con un arma poderosa. Echó a caminar rígidamente, como un autómata.
—¿Papá y mamá viven? ¿Dónde están?
—En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
El capitán miraba fijamente con deleitado asombro.
-¡En la vieja casal ¿Han oido ustedes, Lustig, Hink¬ston? ,
Hinkston se había ido. Habla visto su propia casa en el fondo de la calle y corría hacia ella. Lustig se reía.
—¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido impedirlo.
—Sí, sí —dijo el capitán cerrando los ojos—. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. —Parpadeó.— To¬davía estás aquí. Oh, Dios. ¡Pero qué buen aspecto tienes, Ed!
—Vamos, nos espera el almuerzo. Ya le he avisado a mamá.
Lustig dijo:
—Si me necesita, capitán, estaré en casa de mis abuelos.
—¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Hasta luego.
Edward tomó al capitán de un brazo.
—Ahí está la casa. ¿La recuerdas?
—¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero.
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía la figura dorada de Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de tela de alambre abiertas de par en par.
—Te he ganado —exclamó Edward.
—Yo soy viejo —dijo jadeante el capitán— y tú eres joven todavía. Además siempre me ganabas, me acuer¬do muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. De¬trás, papá, 'ton canas amarillas y la pipa en la mano.
-¡Mamá! ¡Papal
El capitán subió las escaleras, corriendo como un niño.

Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Des¬pués de una prolongada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y su hermano y los viejos asintieron, y mamá no había cambiado nada, y papá cortó con los dientes la punta de su cigarro y lo encendió pensativamente, como en otros tiempos. A la noche comieron un gran pavo, y el tiempo fue pa¬sando. Cuando los huesos quedaron tan limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las lámparas eran aureolas rojizas en la casa tranquila. De todas las otras casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músi¬cas, de pianos, y de puertas que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el mismo perfume que usaba en aquel verano, cuando ella y papá habían muerto en el accidente ferroviario. El capitán la sintió muy real entre sus brazos, mientras bailaban ágilmente.
—No todos los días se vuelve a vivir —dijo ella.
—Me despertaré por la mañana —replicó el capi¬tán—, y me encontraré en el cohete, en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.
—No, no pienses eso —lloró ella dulcemente—. No dudes. Dios es bueno con nosotros. Seamos felices.
—Perdón, mamá.
El disco terminó con un siseo circular.
—Estás cansado, hijo mío —le dijo papá señalán¬dolo con la pipa—. Tu antiguo dormitorio te espera; con la cama de bronce y todas tus cosas.
—Yo tendría que llamar a mis hombres.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No, no, ninguna. Estarán co¬miendo o en cama. Dormir bien una noche no les hará daño.
—Buenas noches, hijo —le dijo mamá besándolo en la mejilla—. ¡Qué bueno es tenerte en casa!
—Es bueno estar en casa.
El capitán dejó ese país de humo de cigarros, de perfume, libros y luz suave, y subió la escalera charlando, charlando con Edward. Edward abrió una puerta, y allí estaban las camas de bronce amarillo, y los viejos banderines de la universidad, y un gastado abrigo de castor que el capitán acarició cariñosamente, en silencio.
—No puedo más, de veras —murmuró—. Estoy entu¬mecido y cansado. Han ocurrido tantas cosas. Me siento como si hubiera estado bajo una lluvia torrencial, du¬rante cuarenta y ocho horas, sin paraguas ni imper¬meable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción.
Edward alisó las niveas sábanas y ahuecó las almo¬hadas. Abrió un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró en la habitación. Había luna y soni¬dos de músicas y voces lejanas.
—¡De modo que esto es Marte! —dijo el capitán des¬nudándose.
—Así es.
Edward se desvistió lentamente, sacándose la camisa por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y joven.
Apagaron las luces, y se acostaron uno al lado del otro como ¿hacía cuántos años? El capitán se despe¬rezó y aspiró la brisa perfumada de jazmín que empu¬jaba las cortinas hacia el aire oscuro del dormitorio. Entre los árboles, sobre el césped, alguien le había
dado cuerda a un gramófono portátil que ahora to¬caba suavemente una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.
—¿Está Marilyn aquí?
Su hermano, bañado por la luz de la luna, esperó unos instantes y luego contestó:
—Sí. Hoy no está en el pueblo, pero volverá mañana.
El capitán cerró los ojos:
—Tengo muchas ganas de verla.
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración de los dos hombres.
—Buenas noches, Ed.
Una pausa.
—Buenas noches, John.
El capitán se estiró perezosamente, dejando flotar sus pensamientos. La tensión del día comenzaba a des¬vanecerte y ahora podía pensar con serenidad. Todo habla sido emocionante: la banda de música, las caras familiares. Pero ahora…
¿Cómo, se preguntó, cómo u creó este mundo? ¿Y por qué? ¿Con qué fin? ¿Por la bondad de una inter¬vención divina? ¿Dios se preocupa tanto de sus cria¬turas? ¿Cómo y por qué y para qué?
Consideró las teorías que habían expuesto Hinkston y Lustig en las primeras horas de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas descendieran en su mente, girando como perezosos guijarros que brillaban con I luces mortecinas. Mamá. Edward. Tierra. Marte. Mar¬cianos.
¿Quién vivía hace mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿O había sido siempre como ahora?
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.
Casi se echó a reír. De pronto se le habla ocurrido la más ridícula de las teorías. Se estremeció, Por su¬puesto, no tenía ningún valor, Ira muy improbable. Estúpida. Olvídala. Es ridícula.
Sin embargo, pensó, supongamos,.. Supongamos que Marte esté habitado por marcianos que vieron llegar nuestro cohete y nos vieron dentro y nos odiaron. Su-pongamos, sólo como algo terrible, que quisieran des¬truirnos, como invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos. Bien, ¿qué arma
podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los terrestres?
La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, me¬moria, e imaginación.
Supongamos que esta casa y esta cama no sean reales, sino ficciones de mi propia imaginación, materializadas por los poderes telepáticos e hipnóticos de los marcianos, pensó el capitán John Black. Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana y que, conociendo mis deseos y mis anhelos, estos marcianos, las hayan hecho similares a mi viejo pueblo y mi vieja casa. De este modo disiparían mis sospechas. ¡Es muy fácil engañar a un hombre si se utiliza a sus padres como cebo!
Y este pueblo, tan antiguo, del año 1925, fecha muy anterior al nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y los cuadros de Maxfield Parrish colgaban todavía de las paredes, y la arquitectura era la misma de principios de siglo. ¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, lo poblaron con las personas a quienes más querían los tripulantes, sacán¬dolas de sus mentes.
Esas dos personas que duermen en la habitación con¬tigua, no serían entonces mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme constantemente en un sueño hipnótico.
¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorpren¬dente y admirable! Primero, engañar a Lustig, des¬pués a Hinkston, y después reunir una muchedumbre. Naturalmente, la tripulación desobedece las órdenes y abandona el cohete al ver a sus madres, tías, tíos y novias, muertos hace diez, veinte años. ¿Qué más na¬tural? ¿Qué más sencillo? Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento. Y aquí estamos esta noche, en distintas casas, distintas camas, sin armas protectoras. Y el cohete vacío a la luz de la luna. ¿No sería espan¬toso y terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente plan de los marcianos, con el que pretenden separarnos, vencernos y suprimirnos? En algún momento de esta noche, quizá mi hermano, que está en esta cama, cambiará de forma, y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, en un marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo en el corazón. Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de otros hermanos o pa¬dres se transformarán de pronto y matarán rápida¬mente con sus cuchillos a los confiados y dormidos terrestres.
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la teoría no fue una teoría. De pronto sintió miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música había cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.
Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos pocos pasos por la habita¬ción cuando oyó la voz de su hermano.
-¿Adonde vas?
-¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
—Te he preguntado a dónde piensas ir.
—Voy a beber un poco de agua.
—Pero no tienes sed.
—Sí, sí, tengo sed.
—No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó. Gritó dos veces.
No llegó a la puerta.
A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos llevando largos cajones, y por la calle soleada, las abuelas, las madres, las her¬manas, los hermanos, los tíos y los padres fueron llo¬rando al cementerio, donde habla fosas nuevas recien¬temente abiertas y lápidas nuevas de piedra. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black y suhermano Edward estaban allí, llorando, y sus caras an¬tes familiares, se transformaron en alguna otra cosa. El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollo¬zando, y sus caras brillantes, con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritieron como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de "la inesperada y repentina muerte de dieciséis hombres dignos..."
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió al pueblo, con paso mar¬cial, tocando estrepitosamente Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.





FEBRERO DE 2002
LAS LANGOSTAS.

Los COHETES INCENDIARON las rocosas praderas, trans¬formaron la piedra en lava, la madera en carbón, el agua en vapor, la arena y la sílice en un vidrio verde que reflejaba y multiplicaba la invasión, como un es¬pejo roto. Los cohetes vinieron redoblando como tam¬bores en la noche. Los cohetes vinieron como langos¬tas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escu¬pieron los clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los techos que suprimirían el imponente cielo estre¬llado y colocaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su tra¬bajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y cace¬rolas, y el ruido de las vajillas cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas.
En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillas lámparas eléctricas. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte, y otras más preparaban en la Tierra su partida...



AGOSTO DE 2002
ENCUENTRO NOCTURNO.

ANTES DE SUBIR hacia las colinas azules, Tomás Gó¬mez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camio¬neta.
—No me quejo.
¿Le gusta Marte?
Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegue aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera dife¬rente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóve¬nes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ga¬nar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Las manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nue¬vas colonias y ahora tenía dos días libres y se iba a una fiesta.
—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por ahí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo co¬noce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues asi es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo en¬tre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la OSCUridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro auto-móvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se ola el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso., pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las mon¬tañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes. la gente ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una • habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígi¬damente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente, Dejó la camioneta y echó a andar, llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomas se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y ásomo en las colinas, una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suave¬mente en el aire frío de la noche, con diamantes ver¬des que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua ca¬rretera como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás corno si mirara el fondo de un pozo.
Tomás se levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano Tenia las Inanos vacías.
Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
—¡Hola! —gritó.
—iHola! —contestó el marciano en su propio idioma.
No se entendieron.
—¿Has dicho hola? —dijeron los dos.
—¿Qué has dicho? —preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
—¿Quién eres? —dijo Tomás en inglés.
—¿Qué haces aquí? —dijo el otro en marciano.
—¿A dónde vas? —dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
—Yo soy Tomás Gómez.
—Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.
—¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque nin¬guna mano lo había tocado.
Ya está —dijo el marciano en inglés; Así es mejor.
—¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
—No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
—¿Algo distinto? —dijo el marciano mirándolo y mi¬rando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
—¿Puedo ofrecerte una taza? —dijo Tomás.
—Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, y soltó la taza.
—¡En nombre de los Dioses! —dijo el marciano en su propio idioma.
—¿Viste lo que pasó? —murmuraron ambos, helados por el terror.
_El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
—¡Señor! —dijo Tomás.
—Realmente... —comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cu¬chillo de su cinturón.
—¡Eh! -gritó Tomás.
—Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás Juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne Se inclinó para recogerlo pero no lo pudo tocar y retro¬cedió, estremeciéndose. '
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
Las estrellas! —dijo.
—¡Las estrellas! —respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del mar¬ciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
-¡Eres transparente! -dijo Tomás.
—¡Y tu también!- replico el marciano retrocediendo. Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizo "Yo soy real” pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
—Yo tengo carne —murmuró—. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al extraño.
—Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
-jNo! iTu!
—|Un espectro!
—|Un fantasmal
Se señalaron el uno ni otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré ma¬ñana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la anti¬gua carretera.
—¿De dónde eres? —pregunto al fin el marciano.
-De la Tierra.
—¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
—¿Cuándo llegaste?
Hace más de un año, ¿no recuerdas?
-No.
—Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente, ¿no lo sabes?
—No. No es cierto.
—Si. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.
—Eso es ridículo. ¡Estamos vivos
—Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
—¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. _Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomas miro hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
—Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
—i Muerta! i Dormí allí anoche!
—Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un mantón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?
—¿Rotas? Las veo perfectamente, a la luz de la luna.
Intactas.
—Hay polvo en las calles —dijo Tomás.
—¡Las calles están limpias!
—Los canales están vacíos.
-Los canales están llenos de vino de lavándula.
—Está muerta.
—¡Está viva! —protestó el marciano riéndose cada vez más—. ¡Oh, estás muy equivocado! ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres y mujeres hermosas esbeltas como barcas; Mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, bebemos, haremos el amor. ¿No las ves?
—Esa ciudad está muerta como un lagarto seco. Pre¬gúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos cla¬vos de acero, y levantamos a martillazos los dos pue¬blos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche, festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky…
El marciano estaba inquieto.
—¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevo hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
Allá están los cohetes. ¿Los ves?
No.
¡Maldita sea!, ¡ahí están Esos aparatos largos y plateados.
-No.
Tomas se hecho a reír.
-¡Estas ciego!
Veo perfectamente. ¡Eres tu el que no ve!
-Pero ves la nueva ciudad. ¿No es cierto?
--Sólo veo un océano, y la marea baja —Señor, esa agua se evaporó hace, cuarenta siglos.0
—¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
—Es cierto, te lo aseguro. El marciano se puso muy serio. —Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blancas, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
-No.
-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tu me describes —dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
—¿Podría ser?
-¿Qué?
—¿Dijiste que "del cielo"? —.
—De la Tierra.
La tierra, un hombre, nada —dijo el marciano— pero…al subir por el camino hace una hora…
Sentí…
Se llevo una mano a la nuca.
-¿Frio?
-Si.
—¿Y ahora?
Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino… -Dijo el marciano-
Una sensación extraña… el camino, la luz…durante unos instantes crei ser el unico sobreviviente de este mundo.
-Lo mismo me paso a mi- dijo Tomas, y le pareció estar hablando con un amigo muy intimo de algo secreto y apasionante.
El marciano medito unos instantes con los ojos cerrados.
-Solo hay una explicación. El tiempo. Si. Eres una sombra del pasado.
-No. Tu, tu eres del pasado- dijo el hombre de la tierra.
¡Que seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quien pertenece al pasado y quien al futuro? ¿En que año estamos?
-en el año 2002.
-¿Qué significa eso para mi?
Tomas reflexiono y se encogió de hombros.
—Nada.
-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
—jPero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.
-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estomago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos. Más vivos que nadie, quizá. Mejor, atrapados entre la vida y la muerte. Dos extraños que se cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste? —Sí. ¿Tienes miedo?
—¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido de¬searlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con oí pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las colum¬nas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? —El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana.— Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
—Jamás nos pondremos de acuerdo —dijo.
—Admitamos nuestro desacuerdo —dijo el marciano—. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos. Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de díez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomas tendió la mano. El marciano lo imitó.
Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
¿volveremos a encontrarnos?
-¡quien sabe! Tal vez otra noche.
-me gustaría ir contigo a la fiesta.
-y a mi me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.
-Adiós- dijo Tomás.
-Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. jEI terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
—¡Dios mío! ¡Qué pesadilla! —suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
—¡Qué extraña visión! —se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto.
La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.

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