lunes, 24 de mayo de 2010

DEL: LIBRO DE QUIZAS Y QUIEN SABE

DEL: LIBRO DE QUIZAS Y QUIEN SABE
ELISEO DIEGO


EL TIEMPO Y SU PASO.

Negra, precisa, delicada, allí quedo la hormiga presa en el ámbar y, a la vuelta de veinte millones de años, está aquí ahora como trocito congelado de qué tiempo increíblemente remoto.
Pero, ¿tiempo? ¿Era aquel un tiempo? ¿Quién escucho entonces su paso, en el soplo de qué brisa inconcebible, a través de los enormes helechos, de las impasibles coníferas, del silencio?
Un azar difícil si no extremo llevo a la criatura al ámbar, el ámbar a la imagen impresa, la imagen a tus ojos, para que fuese tuya el ansia de escuchar aquel rumor soplando entre las impasibles coníferas, en lo inmóvil –allá por lo oculto del tiempo.


POSIBILIDADES.

En la trama del universo, ¿Quién sabe? Puede que no tengan fin las tierras posibles.
Y puede que en cada una de ellas se ensaye una variante de la nuestra.
En una no se ha descubierto la América. Los aztecas inventaron la rueda y han roto el átomo y están a punto de tropezar golosamente con una Europa que recién domina la máquina de vapor.
En otras de las diferentes tierras posibles ha sucedido lo que sólo creemos haber imaginado.
Don Quijote hizo en una de ellas su testamento realmente.
En otra, un hombre llamado Holmes rasga el violín mientas su amigo, junto al globo de gas, lee con una lupa la última edición –llegada la semana anterior- del Times de Liliput.
FANTASMAGORÍAS.

Desde muy joven –lo confieso- me han gustado los fantasmas. Me apasionaban las historias de sus desventuras.
Hoy –lo confieso- aproximándose la hora de convertirme en uno, ya no me gustan tanto.


EL DÍA DE HOY.

Leo de nuevo la introducción escrita en 1935 por W. B. Yeats para el libro de Oxford de la poesía moderna. ¡Que en presente está escrita, y como no va a estarlo, si Yeats acaba de desayunar y hace frio o sol, y proyecta quizás ir por la noche al teatro! ¡Y con qué autoridad dictamina sobre los jóvenes Eliot o Pound o Auden, auscultándoles el largo futuro que tienen por delante! Puede que el editor lo apremie.
Y en cuanto pone el punto final, he aquí que han pasado cuarenta años. ¿Dónde están los jóvenes Eliot y Pound y Auden? ¡Oh ancianos, oh pobres, oh muertos!
¿Ira Yeats al teatro esta noche, si acaba a tiempo la introducción para el libro de Oxford de la poesía moderna? ¡Hay tanto que decir de los jóvenes! ¡Tanto!


¡QUIEN SABE!

“El tiempo debe detenerse” reclama un Aldous Huxley anhelante. Sí, pero, ¿Cómo?
El tiempo corre o vuela, fluye como los ríos a la mar, ya lo sabemos. “Hoy se está yendo sin parar un punto.” Cierto, mi don francisco. Junto con Huxley y vuestro humilde lector -¡y que de tiempo por medio!- todos quisiéramos que se detuviese. Sí, pero, ¿Cómo?
Porque si se detuviese ya no lo sería –no sería tiempo. Entonces, ¿de dónde ese absurdo deseo que todos hemos sentido arrasadoramente alguna vez –de donde ese contra-sentido?
¿Sera en el Arte que se detiene sin dejar de ser él, sin dejar de volar “como saeta o ave”? Ah, esa joven de Vermeer leyendo su carta, leyéndola y leyéndola y leyéndola, siempre con idéntico gusto a la idéntica luz de su mañana tan fugaz como eterna!
Y si se detiene en el Arte ¿no tendremos razón en anhelar que lo haga también para nosotros, qué importa cómo?
¿No habría para nosotros, pobres, siquiera un menudo remanso –en el sueño siquiera?
Dormir, soñar -¿Quién sabe?

DE: CRONICAS MARCIANAS

DE: CRONICAS MARCIANAS
RAY BRADBURY


ABRIL DE 2000.
LA TERCERA EXPEDICIÓN.

LA NAVE BAJÓ del espacio. Venía de las estrellas y los abismos oscuros, las órbitas relucientes, los silen¬ciosos golfos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de me¬tal, y se movía en un silencio limpio, resplandeciente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluido el capi¬tán. La muchedumbre, reunida en la pista de Ohio, los había despedido con gritos de alegría, agitando las manos a la lia del sol, y el cohete, envuelto en gran¬des flores de color, se había alejado en el espacio jEl tercer viaje a Marte!
Al entrar en la atmósfera marciana el cohete redujo matemáticamente la velocidad. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán por las aguas de medianoche del espacio; había dejado atrás la luna antigua y se había lanzado a nadas suce¬sivas. Los hombres de la tripulación se habían gol¬peado, enfermado y curado, alternadamente. Uno ha¬bía muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los "ojos claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte ve¬nía hacia ellos.
—¡Marte! —exclamó el navegante Lustig.
—¡El viejo y simpático Marte! —dijo Samuel Hinkston, el arqueólogo.
—Bien —dijo el capitán John Black.
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, sobre el césped, había un ciervo de hierro. Más allá, se vela una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, cubierta de molduras de estilo rococó, con ventanas de vidrios azules, rojos, verdes y amarillos. En el por¬che crecían unos geranios, y una vieja hamaca se ba¬lanceaba, hacia atrás, hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangulares y un techo en forma de caperuza. Por la ventana se po¬día ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril.
Alrededor del cohete se extendía el pueblo, verde y tranquilo, bajo el cielo primaveral de Marte. Las casas eran blancas o de ladrillos rojos, y los álamos, los arces y los castaños se movían con el viento. En el campa¬nario de la iglesia dormían doradas campanas.
Los hombres del cohete vieron todo esto. Se mira¬ron unos a otros y volvieron a observar el paisaje, pálidos, tomándose de los codos, respirando con dificul¬tad.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente loi ojos—. Demonios.
—No puede ser —dijo Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
—La atmósfera es algo enrarecida, señor. Pero tiene suficiente oxígeno. No hay peligro.
—Entonces, saldremos —dijo Lustig.
—Esperen —replicó el capitán John Black—. ¿Qué es esto?
—Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
—Y es un pueblo idéntico a los de la Tierra —dijo Hinkston, el arqueólogo—. Increíble. No puede ser, pero es.
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen paralelamente, Hink¬ston?
-Nunca lo hubiera creído, capitán.
El capitán, inmóvil, examinaba el paisaje.
—Miren. Geranios, Una planta de cultivo. Esa va¬riedad específica no se conoce en la Tierra sino desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante miles de años. Y díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, colum¬pios en el porche; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico que un compositor marciano haya com¬puesto una pieza de música titulada, aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? Esto querría decir que existe un río Ohio en Marte.
—El capitán Williams, por supuesto —exclamó Hink¬ston.
-¿Qué?
—El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su compañero. Eso lo expli¬caría todo.
—Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día siguiente de su llegada. Al menos las pulsaciones de los transmiso¬res cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se ha¬brían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha pasado un año, y el ca-pitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran po¬dido construir un pueblo como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza marciana? Miren el pueblo; existe desde hace por lo menos setenta años. Miren ese porche; miren esos árboles, todos centenarios. No, esto no es obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. No saldré de la nave antes de aclararlo. ,
—En cuanto a eso —dijo Lustig—, Williams, sus hom¬bres y York descendieron en el hemisferio opuesto del planeta. Nosotros hemos tenido mucho cuidado de des¬cender en este hemisferio.
—Excelente argumento. Como es posible que unos marcianos hostiles hayan matado a York y a Williams, nos aconsejaron descender en una región alejada, para evitar otro desastre. Estamos, por lo tanto, en un lugar que Williams y York no conocieron.
—¡Maldita sea! —Exclamó Hinkston—. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con su permiso. Es posible que en cada planeta de nuestro sistema solar haya pautas simi¬lares de ideas, diagramas de civilización. Quizá estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época.
—Creo que debemos esperar —dijo el capitán John Black.
—Es posible, capitán, que esto demuestre por vez pri¬mera, y plenamente, la existencia de Dios.
—Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
—Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
—No haga una cosa ni otra, por lo menos hasta sa¬ber qué pasa.
ft —¿Qué puede pasar? —Interrumpió Luitig—. Nada, capitán. El un pueblo agradable, muy verde, un poco anticuado, como el pueblo donde nací. Me gusta su aspecto.
—¿Cuándo nació usted?
-En 1950.
—¿Y usted, Hinkston?
—En 1955. En Grinnell, lowa. Y este pueblo se pa¬rece al mío.
—Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cual¬quiera de ustedes. Tengo ochenta años. Nací en 1920, en Illinois, y con la ayuda de Dios y la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente más receloso. Este pue¬blo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Creen Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndote hada el radiotelegra¬fista, añadió—: Comuníquese con la Tierra y dígales que hemos llegado. Nada más. Mañana enviaremos un -informe completo.
—Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que debía ser la de un octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
—Le diré qué vamos a hacer, Lustig. Usted, Hink¬ston y yo daremos una vuelta por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si ocurre algo, se irán en se¬guida. Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra tripulación puede prevenir al próximo cohete. Creo que será el del capi¬tán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien armado.
—También lo estamos nosotros. Tenemos un verda¬dero arsenal.
—Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos Lustig, Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos de la nave.
Era un hermoso día de primavera. En un manzano en flor cantaba continuamente un petirrojo. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de las flores flotaba en el aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música venía y se iba, venía y se iba dulce¬mente, lánguidamente. La canción era Hermosa soña¬dora. En alguna otra parte, en un gramófono, chi¬rriante y apagado, giraba un disco de Vagando al ano¬checer, cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. Respira¬ron con dificultad el aire enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
Oh, give me a June night, The moonlight and you...

Lustig y Samuel Hinkston se estremecieron.
El cielo estaba sereno y tranquilo. En alguna parte corría un arroyo, a la sombra de un barranco con árboles. En alguna parte, tirada por un caballo, tra¬queteó una carreta.
—Capitán —dijo Samuel Hinkston—. Los viajes a Marte comenzaron probablemente, debieron comenzar poco antes de la primera guerra mundial.
—No. ;
—¿De qué otra manera puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los pianos, la música? —Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo miró a los ojos.— Si usted admite que en 1905 ha¬bía gente que odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con varios hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a Marte...
—No, no, Hinkston.
—¿Por qué no? El mundo era muy distinto en 1905. Era fácil guardar un secreto.
—Pero algo tan complejo como un cohete no se puede ocultar.
—Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron similares a las casas de la Tierra, pues trajeron consigo la civilización terrestre.
—¿Y han vivido aquí todos estos años? —preguntó el capitán.
-En paz y tranquilidad, si. Quizás hicieron varios viajes y trajeron bastante gente como para formar un pueblo, y luego no volvieron a viajar, pues no querían ser descubiertos. Por eso este pueblo parece tan anti¬cuado. No veo aquí nada posterior a 1927. Es posible, también, que los viajes en cohete sean aún más anti¬guos. Quizá comenzaron hace siglos, en alguna parte del mundo, y las pocas personas que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guar¬dar el secreto.
—Tal como usted lo dice, parece razonable.
—Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien.
El césped verde y espeso apagaba el ruido de los pasos. El olor de la siega flotaba en el aire. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió inundado por la paz del lugar. Durante loi últimos treinta años no había estado nunca en un pueblo, y ahora sentía en el alma, como un bálsamo, el zumbido de las abejas primaverales y la frescura del paisaje.
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que ocultaba la entrada del vestíbulo, y en una pa-red, sobre un sillón Morris, un cuadro de Maxfield Parrish. La casa olía a desván, a vieja y a infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mu¬cho calor, y en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el ves¬tíbulo, y una señora de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda de 1909, asomó la cabeza y los miró.
—¿Qué deseaban? —preguntó.
-Disculpe -dijo el capitán indeciso—, pero busca¬mos… es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
—Si venden algo...
—No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
—¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo se llama?
—Somos forasteros. Queremos saber cómo nació este pueblo y cómo llegó usted aquí.
—¿Son ustedes censistas?
-No.
—Todo el mundo sabe que fundaron este pueblo en 1868. ¿Se trata de un juego?
—No, no es un juego —replicó el capitán-. Veni¬mos de la Tierra.
—¿Quiere decir que han salido de debajo de la tie¬rra?
—No. Hemos venido del tercer planeta, la Tierra, en un cohete. Y hemos descendido aquí, en el cuarto planeta, Marte...
—Esto es —explicó la mujer como si le hablara a un niño— Creen Bluff, Illinois, en el continente ameri¬cano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un lugar llamado el Mundo, y a veces la Tierra, y Ahora, váyanse. Adiós.
Y se alejó rápidamente, pasando los dedos por entre los abalorios de la cortina.
Los tres hombres se miraron.
—Propongo que rompamos la tela metálica —dijo Lustig.
—No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!
Fueron a sentarse en un escalón del porche.
—¿Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que tal vez extraviamos la ruta, volviendo accidentalmente a la Tierra?
—¿Y cómo?
—No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
—Verificamos continuamente la trayectoria —dijo Hinkston—. Registramos los kilómetros. Dejamos atrás la Luna y atravesamos el espacio. Estoy absolutamente seguro. Estamos en Marte.
—¿Y si nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años? —No diga bobadas, Lustig.
Lustutig se acerco a la puerta, hizo tonar la campa¬nilla y gritó a las habitaciones frescas y oscuras:
-¿En qué año estamos!
—En mil novecientos veintiséis, naturalmente -con¬testó la mujer que estaba sentada en una mecedora, tomando limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
—¿Oyen? Mil novecientos veintiséis. Hemos retroce¬dido en el tiempo. Estamos en la Tierra.
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al terror, acariciándose nerviosamente las rodillas.
—Nunca imaginé nada parecido —dijo el capitán—. Confieso que me asusta. ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Ojalá hubiéramos traído a Einstein con nos¬otros.
-¿Nos creerá alguien en este pueblo? —Preguntó Hinkston—. ¿Estaremos jugando con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No debiéramos elevarnos y vol¬ver a la Tierra?
—No. No hasta visitar otra casa.
Pasaron ante otros edificios y se detuvieron en una casita blanca, debajo de un roble.
—Me gusta ser completamente lógico —dijo el capi¬tán—. Y no creo que hayamos resuelto el problema. Admitamos, Hinkston, que se viaje en cohete desde hace mucho. Y que los terrestres, después de vivir aquí algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra. Primero una leve neurosis, después una psico¬sis, y por fin la locura. ¿Qué haría usted, como psiquia¬tra, frente a un problema semejante?
Hinkston reflexionó.
—Creo que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas, las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una vasta hipnosis colectiva, trataría de que todos creyesen que esto es realmente la Tierra, y no Marte.
—Bien, Hinkston. Creo que estamos en la buena pista. La mujer de aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura. Ella y los demás de este pueblo son los sujetos de la mayor expe¬riencia, en inmigración e hipnosis, que hayamos po¬dido encontrar.
—¡Eso es! —exclamó Lustig.
—Tiene razón —dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
—Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento me¬jor. Todo es un poco más lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia adelante, via¬jando por el tiempo, me revuelve el estómago. Pero de esta manera… —V añadió sonriendo—: Bien, bien, me parece que vamos a ser muy populares aquí.
—¿Cree usted? -dijo Lustig—. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la Tierra, como los Peregri¬nos. Quizá les disguste nuestra presencia. Quizá inten¬ten echarnos, o matarnos.
—Tenemos mejores armas. Vamos a otra casa. ¡An¬dando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo, mirando fijamente la calle que atra¬vesaba el pueblo en la paz de la siesta.
—¡Capitán!
—¿Qué le pasa, Lustig?
—Capitán, capitán, lo que veo... ,.
Lustig se echó a llorar. Alzó las manos temblorosas, y en su cara hubo asombro, dicha, incredulidad.
Parecía como si de pronto fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y echó a correr, tropezando tor¬pemente, cayéndose y levantándose, y cayendo.
—¡Miren! ¡Miren!
—No lo perdamos de vista —dijo el capitán corriendo también.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban la calle sombreada entró en el porche de una gran casa verde, con un gallo de hierro en el tejado. Gritando y llorando gol¬peó la puerta. Hinkston y el capitán llegaron poco después, jadeantes, extenuados por la carrera y el aire enrarecido.
—¡Abuelol ¡Abuela! —gritaba Lustig. —¡David! —exclamaban con voz aflautada dos viejecitos. Lo abrazaban, le palmeaban la espalda, y gira¬ban a su alrededor.
—(Oh, David, David, han pasado tantos años! ¡Cuánto has crecido! ¿Cómo te encuentras?
-¡Abuelo! |Abuela! -sollozaba David Lustig-. ¡Qué buena cara tienen!
Los abrazó, los hizo girar, los besó y lloró sobre ellos. Luego los apartó un poco para verlos mejor. El sol brillaba en el cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre estaban abiertas de par en par.
—Entra, David, entra. Hay té helado, mucho té. —Estoy con unos amigos. —Lustig se dio vuelta, y excitado, riéndose, hizo señas al capitán.— Capitán, suban.
—¿Cómo están ustedes? —dijeron los viejos—. Pasen. Los amigos de David son también nuestros amigos. No se queden ahí.
La salita de la casa era muy fresca. Se oía el sonoro tictac de un reloj alto, antiguo, de molduras de bronce. Habla almohadones en los divanes, paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y refrescante.
—¡Salud! —dijo la abuela tocando el vaso con sus dientes de porcelana.
¿Desde cuando están aquí, abuela? —preguntó Lustig.
—Desde que nos morimos —replicó la mujer.
El capitán John Black dejó su vaso en la mesa.
—¿Desde cuándo?
—¡Ah, sí! —asintió Lustig—. Murieron hace treinta años.
—¡Y usted ahí, tan tranquilo! —gritó el capitán.
La vieja parpadeó brillantemente.
—Chist... ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué, para qué o cómo ocurren las cosas? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una segunda oportunidad. —Se acercó al capitán y le mostró una muñeca.— Toque. -El capitán tocó.— ¿Sólida, eh? -El capitán asintió.-Bueno, entonces —añadió con aire de triunfo— ¿para qué hacer preguntas?
—Bueno —dijo el capitán—, nunca imaginamos que encontraríamos esto en Marte.
—Pues lo han encontrado. Me atrevería a decirle que en los otros planetas hay también muchas cosas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
—¿Esto es el cielo? —preguntó Hinkston.
—¡Qué tontería! No. Es un mundo en el que se nos ofrece una segunda oportunidad. Nadie nos ha dicho por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué está¬bamos en la Tierra. Me refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen ustedes. ¿Podemos afirmar que no hay aun otra además de aquélla?
—Buena pregunta —dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos:
—¡Qué bueno es verlos, qué bueno!
El capitán se palmeó descuidadamente una pierna y se incorporó.
—Tenemos que irnos. Muchas gracias por el refresco.
—Volverán, ¿no es cierto? —dijeron los viejos—. Ven¬gan a cenar.
—Trataremos de venir, gracias. Hay muchas cosas que hacer. Mis hombres esperan en el cohete y...
Se calló y miró hacia la puerta sobresaltado.
A lo lejos se oían voces, gritos y saludos.
—¿Qué pasa? —preguntó Hinkston.
—Pronto lo sabremos —dijo el capitán. Franqueó rá¬pidamente la puerta, corrió por el césped y salió a la calle del pueblo marciano.
De pronto se detuvo con los ojos fijos en el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tripulación salía, saludando con la mano, y se mezclaba con la muche¬dumbre reunida en el lugar, hablando, riendo y estre¬chando manos. La gente hacía pasos de baile, la gente se arremolineaba. El cohete yacía vacío y abandonado.
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una alegre melodía con tubas y trompetas que apuntaban al cielo. Redoblaron los tambores y chillaron las gaitas. Niñitas de cabellos de oro sal¬taban sobre la hierba. Niñitos gritaban: "¡Hurral" Hombres gordos repartían cigarros. El alcalde del pue¬blo pronunció un discurso. Luego, los miembros de la tripulación, llevando del brazo una madre, un pa¬dre o una hermana, se fueron animadamente calle abajo y entraron en las casas y en las grandes man-siones.
-¡Deténganse! -gritó el capitán.
Se oyeron unos portazos.
El calor creció en el claro el cielo de primavera, y todo quedó en silencio. La banda de masica desapareció detrás de una esquina, y el cohete quedó solo, res¬plandeciendo y centelleando a la luz del sol.
—]Lo han abandonado! —dijo el capitán—. ¡Han abandonado el cohete! jLes arrancaría la piel a lati¬gazos! ¡Tenían órdenes precisas!
—Capitán, no sea duro con ellos —dijo Lustig—. Se han encontrado con parientes y amigos.
—¡Eso no es una excusa!
—Piense en lo que habrán sentido al ver esas caras familiares alrededor del cohete —dijo Lustig.
—Yo les había dado órdenes, malditos sean.
—¿Qué hubiera sentido usted?
—Hubiera cumplido las órdenes... -comenzó a de¬cir el capitán, y se quedó boquiabierto,
Por la acera, bajo el sol de Marte, venía un joven de unos veintiséis años, alto, sonriente, de ojos asom¬brosamente azules y claros.
—¡John! —gritó el joven, y trotó hacia ellos.
—¿Qué? —dijo el capitán vacilante.
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le pal¬meó la espalda:
—]John, bandido!
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—¿Eres tú? —exclamó el capitán John Black.
—¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
—¡Edward!
El capitán, tomando la mano del joven desconocido, se volvió a Lustig y a Hinkston.
—Este es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.
-¡Ed!
—¡John, sinvergüenza!
—Tienes muy buena cara, Ed, ¿pero cómo? No has cambiado nada en todo este tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis y yo diecinueve. ¡Dios mío! Hace tantos años, y aquí estás. ¡Señor!, ¿qué ha pasado?
—Mamá está esperándonos —dijo Edward Black son¬riendo.
—¿Mamá?
—Y papá también.
—¿Papá?
El capitán se tambaleó como si lo hubieran golpeado con un arma poderosa. Echó a caminar rígidamente, como un autómata.
—¿Papá y mamá viven? ¿Dónde están?
—En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
El capitán miraba fijamente con deleitado asombro.
-¡En la vieja casal ¿Han oido ustedes, Lustig, Hink¬ston? ,
Hinkston se había ido. Habla visto su propia casa en el fondo de la calle y corría hacia ella. Lustig se reía.
—¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido impedirlo.
—Sí, sí —dijo el capitán cerrando los ojos—. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. —Parpadeó.— To¬davía estás aquí. Oh, Dios. ¡Pero qué buen aspecto tienes, Ed!
—Vamos, nos espera el almuerzo. Ya le he avisado a mamá.
Lustig dijo:
—Si me necesita, capitán, estaré en casa de mis abuelos.
—¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Hasta luego.
Edward tomó al capitán de un brazo.
—Ahí está la casa. ¿La recuerdas?
—¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero.
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía la figura dorada de Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de tela de alambre abiertas de par en par.
—Te he ganado —exclamó Edward.
—Yo soy viejo —dijo jadeante el capitán— y tú eres joven todavía. Además siempre me ganabas, me acuer¬do muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. De¬trás, papá, 'ton canas amarillas y la pipa en la mano.
-¡Mamá! ¡Papal
El capitán subió las escaleras, corriendo como un niño.

Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Des¬pués de una prolongada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y su hermano y los viejos asintieron, y mamá no había cambiado nada, y papá cortó con los dientes la punta de su cigarro y lo encendió pensativamente, como en otros tiempos. A la noche comieron un gran pavo, y el tiempo fue pa¬sando. Cuando los huesos quedaron tan limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las lámparas eran aureolas rojizas en la casa tranquila. De todas las otras casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músi¬cas, de pianos, y de puertas que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el mismo perfume que usaba en aquel verano, cuando ella y papá habían muerto en el accidente ferroviario. El capitán la sintió muy real entre sus brazos, mientras bailaban ágilmente.
—No todos los días se vuelve a vivir —dijo ella.
—Me despertaré por la mañana —replicó el capi¬tán—, y me encontraré en el cohete, en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.
—No, no pienses eso —lloró ella dulcemente—. No dudes. Dios es bueno con nosotros. Seamos felices.
—Perdón, mamá.
El disco terminó con un siseo circular.
—Estás cansado, hijo mío —le dijo papá señalán¬dolo con la pipa—. Tu antiguo dormitorio te espera; con la cama de bronce y todas tus cosas.
—Yo tendría que llamar a mis hombres.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No, no, ninguna. Estarán co¬miendo o en cama. Dormir bien una noche no les hará daño.
—Buenas noches, hijo —le dijo mamá besándolo en la mejilla—. ¡Qué bueno es tenerte en casa!
—Es bueno estar en casa.
El capitán dejó ese país de humo de cigarros, de perfume, libros y luz suave, y subió la escalera charlando, charlando con Edward. Edward abrió una puerta, y allí estaban las camas de bronce amarillo, y los viejos banderines de la universidad, y un gastado abrigo de castor que el capitán acarició cariñosamente, en silencio.
—No puedo más, de veras —murmuró—. Estoy entu¬mecido y cansado. Han ocurrido tantas cosas. Me siento como si hubiera estado bajo una lluvia torrencial, du¬rante cuarenta y ocho horas, sin paraguas ni imper¬meable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción.
Edward alisó las niveas sábanas y ahuecó las almo¬hadas. Abrió un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró en la habitación. Había luna y soni¬dos de músicas y voces lejanas.
—¡De modo que esto es Marte! —dijo el capitán des¬nudándose.
—Así es.
Edward se desvistió lentamente, sacándose la camisa por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y joven.
Apagaron las luces, y se acostaron uno al lado del otro como ¿hacía cuántos años? El capitán se despe¬rezó y aspiró la brisa perfumada de jazmín que empu¬jaba las cortinas hacia el aire oscuro del dormitorio. Entre los árboles, sobre el césped, alguien le había
dado cuerda a un gramófono portátil que ahora to¬caba suavemente una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.
—¿Está Marilyn aquí?
Su hermano, bañado por la luz de la luna, esperó unos instantes y luego contestó:
—Sí. Hoy no está en el pueblo, pero volverá mañana.
El capitán cerró los ojos:
—Tengo muchas ganas de verla.
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración de los dos hombres.
—Buenas noches, Ed.
Una pausa.
—Buenas noches, John.
El capitán se estiró perezosamente, dejando flotar sus pensamientos. La tensión del día comenzaba a des¬vanecerte y ahora podía pensar con serenidad. Todo habla sido emocionante: la banda de música, las caras familiares. Pero ahora…
¿Cómo, se preguntó, cómo u creó este mundo? ¿Y por qué? ¿Con qué fin? ¿Por la bondad de una inter¬vención divina? ¿Dios se preocupa tanto de sus cria¬turas? ¿Cómo y por qué y para qué?
Consideró las teorías que habían expuesto Hinkston y Lustig en las primeras horas de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas descendieran en su mente, girando como perezosos guijarros que brillaban con I luces mortecinas. Mamá. Edward. Tierra. Marte. Mar¬cianos.
¿Quién vivía hace mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿O había sido siempre como ahora?
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.
Casi se echó a reír. De pronto se le habla ocurrido la más ridícula de las teorías. Se estremeció, Por su¬puesto, no tenía ningún valor, Ira muy improbable. Estúpida. Olvídala. Es ridícula.
Sin embargo, pensó, supongamos,.. Supongamos que Marte esté habitado por marcianos que vieron llegar nuestro cohete y nos vieron dentro y nos odiaron. Su-pongamos, sólo como algo terrible, que quisieran des¬truirnos, como invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos. Bien, ¿qué arma
podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los terrestres?
La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, me¬moria, e imaginación.
Supongamos que esta casa y esta cama no sean reales, sino ficciones de mi propia imaginación, materializadas por los poderes telepáticos e hipnóticos de los marcianos, pensó el capitán John Black. Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana y que, conociendo mis deseos y mis anhelos, estos marcianos, las hayan hecho similares a mi viejo pueblo y mi vieja casa. De este modo disiparían mis sospechas. ¡Es muy fácil engañar a un hombre si se utiliza a sus padres como cebo!
Y este pueblo, tan antiguo, del año 1925, fecha muy anterior al nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y los cuadros de Maxfield Parrish colgaban todavía de las paredes, y la arquitectura era la misma de principios de siglo. ¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, lo poblaron con las personas a quienes más querían los tripulantes, sacán¬dolas de sus mentes.
Esas dos personas que duermen en la habitación con¬tigua, no serían entonces mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme constantemente en un sueño hipnótico.
¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorpren¬dente y admirable! Primero, engañar a Lustig, des¬pués a Hinkston, y después reunir una muchedumbre. Naturalmente, la tripulación desobedece las órdenes y abandona el cohete al ver a sus madres, tías, tíos y novias, muertos hace diez, veinte años. ¿Qué más na¬tural? ¿Qué más sencillo? Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento. Y aquí estamos esta noche, en distintas casas, distintas camas, sin armas protectoras. Y el cohete vacío a la luz de la luna. ¿No sería espan¬toso y terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente plan de los marcianos, con el que pretenden separarnos, vencernos y suprimirnos? En algún momento de esta noche, quizá mi hermano, que está en esta cama, cambiará de forma, y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, en un marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo en el corazón. Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de otros hermanos o pa¬dres se transformarán de pronto y matarán rápida¬mente con sus cuchillos a los confiados y dormidos terrestres.
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la teoría no fue una teoría. De pronto sintió miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música había cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.
Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos pocos pasos por la habita¬ción cuando oyó la voz de su hermano.
-¿Adonde vas?
-¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
—Te he preguntado a dónde piensas ir.
—Voy a beber un poco de agua.
—Pero no tienes sed.
—Sí, sí, tengo sed.
—No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó. Gritó dos veces.
No llegó a la puerta.
A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos llevando largos cajones, y por la calle soleada, las abuelas, las madres, las her¬manas, los hermanos, los tíos y los padres fueron llo¬rando al cementerio, donde habla fosas nuevas recien¬temente abiertas y lápidas nuevas de piedra. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black y suhermano Edward estaban allí, llorando, y sus caras an¬tes familiares, se transformaron en alguna otra cosa. El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollo¬zando, y sus caras brillantes, con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritieron como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de "la inesperada y repentina muerte de dieciséis hombres dignos..."
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió al pueblo, con paso mar¬cial, tocando estrepitosamente Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.





FEBRERO DE 2002
LAS LANGOSTAS.

Los COHETES INCENDIARON las rocosas praderas, trans¬formaron la piedra en lava, la madera en carbón, el agua en vapor, la arena y la sílice en un vidrio verde que reflejaba y multiplicaba la invasión, como un es¬pejo roto. Los cohetes vinieron redoblando como tam¬bores en la noche. Los cohetes vinieron como langos¬tas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escu¬pieron los clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los techos que suprimirían el imponente cielo estre¬llado y colocaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su tra¬bajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y cace¬rolas, y el ruido de las vajillas cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas.
En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillas lámparas eléctricas. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte, y otras más preparaban en la Tierra su partida...



AGOSTO DE 2002
ENCUENTRO NOCTURNO.

ANTES DE SUBIR hacia las colinas azules, Tomás Gó¬mez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camio¬neta.
—No me quejo.
¿Le gusta Marte?
Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegue aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera dife¬rente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóve¬nes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ga¬nar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Las manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nue¬vas colonias y ahora tenía dos días libres y se iba a una fiesta.
—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por ahí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo co¬noce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues asi es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo en¬tre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la OSCUridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro auto-móvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se ola el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso., pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las mon¬tañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes. la gente ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una • habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígi¬damente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente, Dejó la camioneta y echó a andar, llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomas se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y ásomo en las colinas, una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suave¬mente en el aire frío de la noche, con diamantes ver¬des que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua ca¬rretera como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás corno si mirara el fondo de un pozo.
Tomás se levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano Tenia las Inanos vacías.
Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
—¡Hola! —gritó.
—iHola! —contestó el marciano en su propio idioma.
No se entendieron.
—¿Has dicho hola? —dijeron los dos.
—¿Qué has dicho? —preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
—¿Quién eres? —dijo Tomás en inglés.
—¿Qué haces aquí? —dijo el otro en marciano.
—¿A dónde vas? —dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
—Yo soy Tomás Gómez.
—Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.
—¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque nin¬guna mano lo había tocado.
Ya está —dijo el marciano en inglés; Así es mejor.
—¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
—No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
—¿Algo distinto? —dijo el marciano mirándolo y mi¬rando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
—¿Puedo ofrecerte una taza? —dijo Tomás.
—Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, y soltó la taza.
—¡En nombre de los Dioses! —dijo el marciano en su propio idioma.
—¿Viste lo que pasó? —murmuraron ambos, helados por el terror.
_El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
—¡Señor! —dijo Tomás.
—Realmente... —comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cu¬chillo de su cinturón.
—¡Eh! -gritó Tomás.
—Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás Juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne Se inclinó para recogerlo pero no lo pudo tocar y retro¬cedió, estremeciéndose. '
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
Las estrellas! —dijo.
—¡Las estrellas! —respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del mar¬ciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
-¡Eres transparente! -dijo Tomás.
—¡Y tu también!- replico el marciano retrocediendo. Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizo "Yo soy real” pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
—Yo tengo carne —murmuró—. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al extraño.
—Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
-jNo! iTu!
—|Un espectro!
—|Un fantasmal
Se señalaron el uno ni otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré ma¬ñana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la anti¬gua carretera.
—¿De dónde eres? —pregunto al fin el marciano.
-De la Tierra.
—¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
—¿Cuándo llegaste?
Hace más de un año, ¿no recuerdas?
-No.
—Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente, ¿no lo sabes?
—No. No es cierto.
—Si. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.
—Eso es ridículo. ¡Estamos vivos
—Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
—¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. _Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomas miro hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
—Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
—i Muerta! i Dormí allí anoche!
—Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un mantón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?
—¿Rotas? Las veo perfectamente, a la luz de la luna.
Intactas.
—Hay polvo en las calles —dijo Tomás.
—¡Las calles están limpias!
—Los canales están vacíos.
-Los canales están llenos de vino de lavándula.
—Está muerta.
—¡Está viva! —protestó el marciano riéndose cada vez más—. ¡Oh, estás muy equivocado! ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres y mujeres hermosas esbeltas como barcas; Mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, bebemos, haremos el amor. ¿No las ves?
—Esa ciudad está muerta como un lagarto seco. Pre¬gúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos cla¬vos de acero, y levantamos a martillazos los dos pue¬blos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche, festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky…
El marciano estaba inquieto.
—¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevo hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
Allá están los cohetes. ¿Los ves?
No.
¡Maldita sea!, ¡ahí están Esos aparatos largos y plateados.
-No.
Tomas se hecho a reír.
-¡Estas ciego!
Veo perfectamente. ¡Eres tu el que no ve!
-Pero ves la nueva ciudad. ¿No es cierto?
--Sólo veo un océano, y la marea baja —Señor, esa agua se evaporó hace, cuarenta siglos.0
—¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
—Es cierto, te lo aseguro. El marciano se puso muy serio. —Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blancas, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
-No.
-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tu me describes —dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
—¿Podría ser?
-¿Qué?
—¿Dijiste que "del cielo"? —.
—De la Tierra.
La tierra, un hombre, nada —dijo el marciano— pero…al subir por el camino hace una hora…
Sentí…
Se llevo una mano a la nuca.
-¿Frio?
-Si.
—¿Y ahora?
Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino… -Dijo el marciano-
Una sensación extraña… el camino, la luz…durante unos instantes crei ser el unico sobreviviente de este mundo.
-Lo mismo me paso a mi- dijo Tomas, y le pareció estar hablando con un amigo muy intimo de algo secreto y apasionante.
El marciano medito unos instantes con los ojos cerrados.
-Solo hay una explicación. El tiempo. Si. Eres una sombra del pasado.
-No. Tu, tu eres del pasado- dijo el hombre de la tierra.
¡Que seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quien pertenece al pasado y quien al futuro? ¿En que año estamos?
-en el año 2002.
-¿Qué significa eso para mi?
Tomas reflexiono y se encogió de hombros.
—Nada.
-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
—jPero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.
-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estomago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos. Más vivos que nadie, quizá. Mejor, atrapados entre la vida y la muerte. Dos extraños que se cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste? —Sí. ¿Tienes miedo?
—¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido de¬searlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con oí pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las colum¬nas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? —El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana.— Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
—Jamás nos pondremos de acuerdo —dijo.
—Admitamos nuestro desacuerdo —dijo el marciano—. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos. Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de díez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomas tendió la mano. El marciano lo imitó.
Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
¿volveremos a encontrarnos?
-¡quien sabe! Tal vez otra noche.
-me gustaría ir contigo a la fiesta.
-y a mi me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.
-Adiós- dijo Tomás.
-Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. jEI terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
—¡Dios mío! ¡Qué pesadilla! —suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
—¡Qué extraña visión! —se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto.
La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.

sábado, 15 de mayo de 2010

Otros Poemas

EL ADIÓS.
Corte una brizna de brezo
Murió el otoño recuérdalo
Ya nunca más volveremos
A vernos en esta tierra
Brezo en brizna olor del tiempo
Y recuerda que te espero.
Guillaume Apollinaire


Bajo el pont Mirabeau corre el Sena
Y nuestros amores
Para que recordar
Siempre llega la alegría
Después de la pena.
Guillaume Apollinaire.
Se necesita un trébol y una abeja
Para hacer una pradera…
Hagan esta cama amplia y con temor
Excelente y buena
Mientras llega el día del juicio.
Emily Dickinson.


La pelota que lance de niño
Cuando jugaba en el parque
Aun no ha terminado de caer…
Dylan Thomas.


Nada sucede sin dolor
Sin dolor no hay consciencia.
Joseph Beuys.

Seré tu pan, tu panadero.
El que te tumba y te levanta.
Anónimo.


“Se dice y es verdad, que cuando vamos a nacer, viene un ángel que apoya su dedo índice sobre nuestros labios y dice: “Calla, no digas nada de lo que sabes; de lo que has visto…” Por eso cuando nacemos tenemos una fisura en el labio superior y no recordamos nada del sitio de donde provenimos y al cual vamos…”
Roderick Mac Lesish. “Príncipe Ombra”


“Los vicios humanos, tan llenos de horror como se les supone; Contienen la prueba de nuestro deseo de infinito...” Charles Baudelaire. “Los paraísos artificiales”


“Si Vica viene dile que me espere. Digo, si tú la ves, porque es ligera, porque es discreta y leve, como un aroma, ves, como la brisa… Como la lluvia en el cristal hermano.
Si Vica viene, dile que la quiero… Que no la olvido, nunca, que este en la verja del jardín sin falta, que allí me espere…”
Eliseo Diego. “Recado para quien ya no esta.”


“La ciudad no es como la vemos sino como la recordamos…”
XEB “La estación del buen tono.”


“Convierto esas imágenes de mis pensamientos en una imagen que es mía; como si la inventara yo mismo, según mi dulce manía de creer que soy siempre el sujeto de lo que pienso…” Gastón Bachelard.


“¿Quien no ha sido encantado durante toda su vida, por ciertas palabras para siempre impenetrables?” Georges Jean.


“Estaban mirándose, a través del tiempo que no puede ser medido ni separado… estaban inmóviles y permanentes…
La existencia del pasado depende de la cantidad de presente que le dediquemos…
La idea de que ni siquiera los pasados pueden conservarse inmutables…
Lo que estaba debajo de las palabras con su pasado y su futuro…”
Juan Carlos Onetti. “Los adioses”


“Nos queda un residuo terrestre e impuro… Por que todo lo humano cesara…
Ni un ángel podría desunir esta doble naturaleza. Solo el eterno amor… Una nube de niños benditos vino a recibirme…
Todo lo perecedero no es más que un símbolo…
Un mensajero de amor anuncia la obra eterna que nos alumbra… Los demonios ya huyeron, regocijaos, hemos triunfado…” J. W. Goethe. “Fausto”


“Adieu madame, hasta otra vez. Quizás dentro de mil años seremos más fuertes y menos imperturbables. Vuestra belleza crecerá todavía más…
He rodado por acá y por allá después de todo eso. He visto ojos de todas las clases, pero no he vuelto a ver otros semejantes a los de Abelone. Ellos contenían todo. ¿Has oído hablar de Venecia? Yo te digo que esos ojos hubieran traído Venecia a esta habitación...
El padre de Abelone se informaba acerca de los espíritus de igual manera que se pregunta a uno por la salud de sus familiares…
Hemos alejado de nosotros nuestros bienes más preciosos porque teníamos todavía muchas cosas que hacer antes… Ha pasado el tiempo y nos hemos acostumbrado a bienes menores…
Dios mió pensé, esta aquí su madre. Ella le hablaba, quizás había apoyado ligeramente la cabeza sobre su hombro. Dentro de un momento, ella iba a colocarle en la cama…
¡Ah! Que existiera esto, que hubiese un ser tal ante quien las puertas ceden de un modo distinto que ante nosotros… El sorprendimiento reciproco entre la madre y el hijo…”
Rainer Maria Rilke. “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge”


“Así el dolor que es imposible en el ser inorgánico, es posible en la vida orgánica. Todas las cosas son buenas o malas por comparación. Para ser felices debemos haber padecido hasta ese mismo punto. El dolor de la vida primitiva en la tierra es la única garantía de beatitud para la vida definitiva en el cielo…” Edgar Allan Poe.


“¡Que importa la perdida del campo de batalla! Aun no esta perdido todo ¿Conservando una voluntad inflexible y un valor que no cederá, ni se someterá jamás, puede decirse que estamos vencidos? Ni su cólera, ni su poder podrán jamás arrebatarme esta gloria; no me humillare, no implorare su perdón…
¿Y si nuestro vencedor a quien empiezo a creer todopoderoso, pues que solo un poder como el suyo es capaz de domar a otro como el nuestro, nos hubiera dejado nuestro espíritu completo para que podamos sufrir nuestras penas?…
Menguar es mostrarse débil, ya en las obras o ya en el sufrimiento. Ten por seguro que nuestra misión no consistirá en hacer el bien, nuestra única delicia será siempre el mal, por ser lo contrario de la voluntad de aquel a quien resistimos…
Procuremos salir del hervidero de estas oleadas de fuego y descansemos allí, si es que allí puede existir el reposo. ¿Esta es la región, el país, el clima, esta es la mansión que debemos trocar en cielo, esta desdichada oscuridad por luz celeste? Lo que más nos aleje de Él será lo mejor. ¡Adiós campos afortunados, donde existe una felicidad eterna! ¡Salud horrores! El espíritu lleva en si mismo su propia casa y puede en si mismo hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo. ¿Qué importa el sitio donde yo resida, si soy siempre el mismo y el que debo ser, si lo soy todo, aunque menor que aquel a quien el rayo ha hecho mas grande? Aquí podemos reinar con seguridad y a mi parecer, reinar es digno de aprobación aunque sea el infierno, por que vale mas reinar en el infierno que servir en el cielo…” John Milton. “El paraíso perdido”


Seria un bello trabajo el que se hiciera sobre los malos escritores y sobre los medianos. Una filosofía de lo malo, de lo mediano y de lo vulgar seria de la mayor importancia…”
Novalis.


BEBIENDO SOLO BAJO LA LUNA.
Rodeado de flores, bebo solo,
Alzando la copa, convido a la luna.
Con mi sombra somos tres.
Aunque la luna no puede beber,
Y mi sombra me sigue en vano,
Las tomo por compañeras transitorias.
¡Seamos felices antes de que pase la primavera!

Canto mientras la luna pasea.
Bailo, mientras mi sombra vacila…
Cuando estoy ebrio, se deshace nuestra compañía.
¡Oh luna! ¡Oh sombra!
Serán mis inmortales amigas.
Ya nos reuniremos algún día,
En el cristalino mundo de las estrellas.
Li-Po.


NOSTALGIA EN UNA NOCHE SILENCIOSA.
Brillantes luces inundan mi lecho.
¿Será la escarcha sobre la tierra?
Alzo los ojos y veo la luna
Al bajar la cabeza, añoro mi hogar.
¡Que difícil es el camino!
Que arduo es el sendero!
Que numerosas son las encrucijadas!
¿Como voy a encontrar la salida?
Algún día navegare viento en popa
Y atravesare el inmenso océano, y estará
La vía Láctea cayendo de lo más alto del cielo.
Li-Po.


Una súbita llamarada inundo mi cuerpo,
Y por unos veinte minutos creí,
Tan grande era mi felicidad,
Que estaba bendito y podía bendecir…
Cosas hechas o dichas hace mucho,
O cosas que no hice ni dije
Sino pensé decir o hacer,
Me agobian y no pasa un día sin que
Alguna rememore, con asombro de mí
Consciencia o vanidad.
William Butler Yeats.



OLIVERIO GIRONDO; POEMAS.


NOCTURNO.
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía mas solos. Telarañas que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco que los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón. ¿A que nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cual será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo para acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme. ¡Silencio! -Grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas! –Único grillo que le conviene a la ciudad-.


EXVOTO.
Las chicas de Flores, tienen ojos dulces, como las almendras azucaradas de la confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás –empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan la vereda.


ANGELNORAHCUSTODIO.
Ante el acorde vuelo epistolar que orquesta
La Stradivarius Lila
El balbuciente arpegio tras la barbasordina
Sobre las niñaslamparas
Que tan celestemente alucinan tu sala
Con su silecioaraña
Sus sorbos de crepúsculo
Y ese caballo muerto en el espejo
Por tu arcángelrelámpago.

Noche tras noche y tardes
Presencie el desdibujo prolijamente exacto de sus nublados
Gestos musicales
Y sus yacentes diálogos ante lacios retratos en siemprevela ardida
Y parpadeantes copas de fiebre alcohol latido
Y una vez más
Sin mascara de exasperante grillo conyugal Aristarco
Quiero darte gracias por la capota en llanto
Los guantes esponsales
Y el diáfano misterio que estremece tus hojas
De angelcustodio mío.


CANSANCIO.
Cansado
¡Sí!
Cansado
De usar un solo brazo,
Dos labios,
Veinte dedos,
No se cuantas palabras,
No se cuantos recuerdos,
Grisáceos,
Fragmentarios.

Cansado,
Muy cansado
De este frió esqueleto,
Tan púdico, tan casto,
Que cuando se desnude
No sabré si es el mismo
Que use mientras vivía.

Cansado
¡Sí!
Cansado
Por carecer de antenas,
De un ojo en cada omóplato
Y de una cola autentica,
Alegre,
Desatada,
Y no este rabo hipócrita
Degenerado,
Enano.

Cansado
Sobre todo,
De estar siempre conmigo,
De hallarme cada día,
Cuando termina el sueño,
Allí, donde me encuentre,
Con las mismas narices
Y con las mismas piernas;
Como si no deseara
Esperar la rompiente con cutis de playa,
Ofrecer, al roció, dos senos de magnolia,
Acariciar la tierra con un vientre de oruga,
Y vivir, unos meses, adentro de una piedra.


GRISTENIA.
Noctivozmusgo insomne
Del yo más yo refluido a la gris ya desierta tan médano evidencia
Gorgoteando noes que plellagan el pienso
Contra las siempre contras de la posnáusea obesa
Tan plurinterroído por noctívagos yoes en rompiente ante
La afauce angustia
Con su soñar rodado de hueco sino dado de dado ya tan dado
Y su yo solo oscuro de pozo lodo adentro y microcosmos
Tinto por la total gristenia.


IRREDUCTIBLE.
Me importa un pito,
Que las mujeres tengan los senos como magnolias,
O como pasas de higo.
Un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero
Al hecho de que amanezcan
Con un aliento afrodisíaco o con
Aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de
Soportar una nariz que sacaría
El primer premio en una exposición de zanahorias,
Pero eso sí, y en eso soy irreductible.
No le perdono bajo ningún pretexto
Que no sepa volar.
Si no saben volar pierden el tiempo conmigo.


GRATITUD.
Gracias aroma
Azul,
Fogata encelo.

Gracias por el pelo
Caballo
Mandarino.

Gracias pudor
Turquesa
Embrujo
Vela,
Llamarada
Quietud
Azar
Delirio.

Gracias a los racimos
A la tarde,
A la sed
Al fervor
A las arrugas,
Al silencio
A los senos
A la noche,
A la danza
A la lumbre
A la espesura.

Muchas gracias al humo
A los microbios,
Al despertar
Al cuerno
A la belleza,
A la esponja
A la duda
A la semilla,
A la sangre
A los toros
A la siesta.

Gracias por la ebriedad,
Por la vagancia,
Por el aire
La piel
Las almendras,
Por el absurdo de hoy
Y de mañana,
Desazón
Avidez
Calma
Alegría,
Nostalgia
Desamor
Ceniza
Llanto.

Gracias a lo que nace,
A lo que muere,
A las uñas
Las alas
Las hormigas,
Los reflejos
El viento
La rompiente,
El olvido
Los granos
La locura.

Muchas gracias gusano.
Gracias huevo.
Gracias fango,
Sonido.
Gracias piedra.
Muchas gracias por todo.
Muchas gracias.

Oliverio Girondo,
Agradecido.


WISLAWA SZYMBORSKA; POEMAS.


BAJO UNA ESTRELLA.
Perdona, azar, que te llame necesidad.
Perdón, necesidad, si al tenerte me equivoco.
Perdonen, difuntos, que apenas los recuerde.
Perdón, tiempo, por todo lo que se me escapa en un segundo.
Perdóname, viejo amor, que el nuevo me parezca el primero.
Perdónenme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonen, heridas abiertas, que acabe de pincharme el dedo.
Perdónenme los que claman desde el abismo por escuchar ese disco de minueto.
Perdónenme, los que corren en las estaciones, por quedarme dormida al amanecer.
Perdón, esperanza azuzada, porque a veces estalle de risa.
Disculpen, desiertos, por no ofrecerles ni una gota de agua.
Y tu, halcón, idéntico desde siempre, enjaulado,
Que miras fijamente el mismo punto,
Perdóname aunque seas un pájaro embalsamado.
Discúlpame, árbol cortado, por las cuatro patas de la mesa.
Perdón, grandes preguntas, por darles respuestas simples.
Verdad, no me hagas demasiado caso.
Trascendencia, muéstrate generosa.
Soporta tú, misterio del ser, que no haga más que deshilvanar tu solemne velo.
No me condenes, alma, por tenerte tan rara vez.
Todo, perdóname si no estoy en todas partes.
Me disculpo frente a todo por mi incapacidad de ser cada uno o cada una.
Se que mientras vivo, nada me justifica,
Pues yo mismo soy mi propio obstáculo.
Lenguaje, no me tomes a mal por servirme de tus patéticas palabras
Y luego empeñarme en que parezcan ligeras.


NADA DOS VECES.
Nada ocurre dos veces
Y nunca ocurrirá.
Nacimos sin experiencia,
Moriremos sin rutina.

Aunque fuéramos los alumnos
Más torpes en la escuela del mundo,
Nunca más repasaremos
Ningún verano o invierno.

Ningún día se repite,
No hay dos noches iguales,
Dos besos que dieran lo mismo,
Dos miradas en los mismos ojos.

Ayer alguien pronunciaba
Tu nombre en mi presencia,
Como si de repente cayera
Una rosa por la ventana abierta.

Hoy, cuando estamos juntos,
Vuelvo la cara hacia el muro.
¿Rosa? ¿Cómo es la rosa?
¿Es flor? ¿O tal vez piedra?

¿Y por que tu, mala hora,
Te enredas en un miedo inútil?
Eres, pues estas pasando,
Pasaras –es bello esto.

Sonrientes, abrazados,
Intentemos encontrarnos,
Aunque seamos distintos
Como dos gotas de agua.


DOS MONOS DE BREUGHEL.
Mi gran sueño de colegiala:
Dos monos sentados
Atados con la misma cadena;
Afuera vuela el cielo,
Se esta bañando el mar.

Paso un examen
De historia de la humanidad.
Balbuceo y tropiezo.

Un mono me contempla y escucha
Con ironía,
El otro semeja dormir;
Pero cuando mi pregunta
Se desvanece en el silencio,
El me susurra algo
Con un suave ruido de cadena.



RAINER MARIA RILKE; POEMAS.


TERCERA ELEGÍA DE DUINO.
Mira mujer, no amamos solo desde un año
Como hacen las flores. Cuando amamos
Inmemorable savia remonta nuestros cuerpos. ¡Oh muchacha!
Lo que amamos en nosotros no es un ser, no un futuro
Sino lo innumerable que fermenta; no un hijo entre todos
Sino, como ruinas de montañas, los antepasados
Que reposan dentro de nosotros; el seco lecho del rió
Maternal de antiguas madres; todo el paisaje
En silencio bajo el signo de un nebuloso destino
Todo esto ¡Oh muchacha! Se adelanto a ti
Y tu misma ¿Qué sabes? Hiciste surgir
En el amante su prehistoria; hiciste que el pasado
Ascendiese a su corazón. ¡Que sentimientos
De seres desvanecidos lograron llegar a ti!
¡Que mujeres te odian desde entonces!
¡Que hombres sombríos despertaste en las venas del adolescente.
Niños muertos querían venir a ti!
¡Oh dulce, dulcemente, ofrécele una tarea cotidiana en que confiar!
¡Condúcele cerca del jardín; bríndale la supremacía de la noche
¡Guárdale!

La Forma

La Forma
La forma de la molécula, la forma de la galaxia, la forma de la piedra, la forma del animal, la forma del vegetal, la forma de un instrumento, la forma de una herramienta, la forma de un rostro, la forma geométrica, la forma bidimensional, la forma tridimensional, la forma mental, la forma informal, la forma artística, la forma matemática, la forma visual, la forma cerebral, ¿qué es la forma?
Esta lista aleatoria e improvisada da cuenta de que las formas son infinitas en el objeto de la realidad y nos referimos a ella como la cosa matérica o energética que tiene un lugar en el espacio físico ¿y mental? aludiendo a una identidad que la limita entre un exterior y un interior. Pero ¿realmente sabemos algo sobre ese límite?, ¿por qué podemos diferenciar los objetos y así mismo por qué podemos compararlos?, ¿estarán las formas del mundo contenidas unas en otras?, ¿habrá un infinito de posibilidades formales o sólo hay unas cuantas formas básicas?, ¿será la transformación la expansión de la forma?, ¿y es la forma realmente un centro de operaciones para construir la historia del tiempo? Pues bien, tan extrañas preguntas no serán respondidas fácilmente sin echar mano de la libertad que el arte encierra en su estética y los hallazgos y descripciones que la ciencia exhibe de la naturaleza.

El mundo natural y sus formas persistentes en el arte
Todo lo que existe tiene una forma, es decir, nuestro encuentro con la “realidad” impone verificar un objeto bajo propiedades que lo exponen a nuestros sentidos. Tales propiedades se podrían reunir en siete aspectos: la composición, la estructura, la forma propiamente dicha, el tamaño, el color, la función y la necesidad. Estas categorías son requeridas en nuestra experiencia cotidiana para construir el mundo concreto a través de la forma, pero el pensamiento humano las ha organizado para desarrollar las ciencias y las artes, o bien se ha basado en las ciencias para descubrir nuevas propiedades de la forma o ha usado al arte como el medio para recrearlas. Por ejemplo, la biología se ha asomado a la estructura de lo vivo y ha comparado sus modelos para deducir funciones. Así surge la anatomía. Pero los extensísimos catálogos de la naturaleza le han exigido, al zoólogo, al botánico, al paleontólogo y al biólogo clasificar, ordenar y nombrar ante la vastedad de estructuras que sostienen a las formas vivientes, o bien, a aquellas que lo fueron. Pero las formas en la naturaleza, de lo vivo y lo inerte, parecen multiplicarse y lo que es más, parecen repetirse. Aquí, podríamos decir que esas propiedades de la forma contenida en el universo, es retomada en las formas artísticas. En el arte, las formas se estructuran desde los elementos más simples hasta la reinvención del mundo, pero le son inútiles la función y la necesidad. Así, en una escultura de piedra, veremos la forma irregular de una piedra que se transforma en otro objeto, digamos, una cabeza humana, pero, no es la cabeza humana real, si no su representación. A pesar de este abismo por la composición del objeto, la forma, permanece. Sucede algo semejante ante la ilusión tridimensional de un cuadro que contiene la forma de una piedra, que no es la piedra y sin embargo la “apariencia” de la piedra no puede negarse. Este sistema de referencias entre el mundo y su representación, es un lenguaje donde la forma es el verdadero protagonista más allá de los signos, como podríamos verificar en la obra del pintor Belga René Magritte. Para Octavio Paz, todos los estilos habidos y por haber en el arte, -entendiendo este aspecto como las formas que logran alcanzar la obras artísticas-, ya están contenidos en la naturaleza. Esta sorprendente afirmación, nos revela que, en efecto, la naturaleza de la forma da forma a la naturaleza del arte; que el río esculpe infinitas formas que revelaran otras y las mismas, las manos del artista, a veces por coincidencia y a veces por imitación; que las ramas del árbol se tuercen en humanas formas eróticas, que la telaraña que teje la araña es un dibujo que geometriza el decorado más primitivo de los grupos humanos. Hallaremos que la galaxia se arremolina bajo leyes restrictivas para dar forma a una espiral, sin que Van Gogh supiera que sus remolinos de pintura ofrecen la óptica del movimiento cósmico. En fin, que entre arte y naturaleza la forma permanece sorprendentemente renovada.
Las formas y la similitud según la filosofía de Foucault
Pero veamos como la forma va más allá de este vínculo entre arte y naturaleza, en cuyo centro nos encontramos nosotros transfiriendo o comunicando este origen del universo a objetos de la escala humana.
Las formas en la naturaleza guardan una relación íntima con la función y una extraña repetición entre sus objetos infinitos. Las categorías del mundo real nos hacen registrar lo pequeño y lo grande, lo visible al ojo humano y lo invisible, lo que puede tocarse o sólo verse, o ambos; lo inteligible y lo ininteligible, lo cercano o lo lejano, lo aparente y lo oculto, todo, ligado a la forma. Esto es: las correspondencias del mundo. Para M. Foucault, la prosa del mundo es un gran diálogo entre sus objetos, se comentan, se hablan, se aluden, se imitan, se asemejan, se convienen, se simpatizan, se entienden, se parecen, pero también marcan distancia, se complementan se desdibujan o se invierten. Por eso, el filósofo francés, sabe que el mundo en su despliegue de formas se asemeja en los límites de sus objetos, que opera una continuidad que teje en correspondencias uno y otro extremo del mundo, así la hierba y las estrellas se asemejan, los límites del mar y la playa se convienen y uno da forma al otro al romper la ola, o al dejar su huella efímera sobre la arena granulosa. La conveniencia de los objetos implica el uso de un espacio en común y las formas emergen delineadas por éste. Se emulan, como la flor que ve hacia el firmamento y la estrella que por razón relativista, aparece como una planta sembrada en el cielo, son “reflejos” y a distancia la emulación “es una duplicación especular”, dice Foucault. La forma entonces de estos objetos, tan lejana por su estructura, se asimila en la duplicación. Pero hay otros objetos que al hombre han de parecerle emulaciones de sí mismo, y las formas que limitan su vista se abren en la noche de las estrellas. Sin duda, la metáfora poética no ha de inventar o forzar a la imaginación su mirada sobre lo que subyace en tales correspondencias insospechadas entre las formas de la naturaleza. La emulación que la mirada científica registra en el mundo vivo queda documentado en el mimetismo, esa gemelidad de las formas pertenecientes a dos reinos vivientes diferentes. Las estrategias de lo animal para ocupar una forma vegetal: veremos un día cómo una ramita avanzará desde la inmovilidad de la planta hasta la transformación en animal por la magia del insecto palo. La analogía, es en el universo el signo de la forma. Desde una molécula hasta las estructuras macroscópicas en el mundo del hombre. La biología molecular utiliza el concepto de homología para indicar cómo los signos de la forma están codificados y su expresión determina los fragmentos que la naturaleza repite entre lo diverso. Por esta huella nos enteramos de la evolución biológica y establecemos las tenues fronteras de la diversidad. La forma de una proteína establecida en su estructura tridimensional se duplica con ligeras variaciones entre diversos organismos y sorprendentemente mantiene su función. La analogía es, entonces, una categoría de la forma que en el mundo concreto natural o físico, multiplica y reproduce fragmentos de lo mismo. Las venas y las ramas de los árboles, o los nervios de los cordados y las bifurcaciones de los ríos son formas “lineales” expansivas como fractales que el mundo contiene. Los embriones primordiales de reptiles, aves y mamíferos se analogan. El rostro humano y la de cualquier animal establecerán analogías prefiguradas en la forma. Así las fisonomías análogas serán las formas del parentesco.
La forma en el arte y su vuelta al mundo físico
Ahora bien en el mundo del arte, todas estas categorías de la gran prosa de la naturaleza y el mundo se desdoblan a través de un “punto de inflexión” entre todas las semejanzas de la forma. De acuerdo a Foucault, este punto es el hombre. En las formas artísticas, el despliegue de la imitación de la naturaleza parte del hecho de la observación analógica, de la emulación, su encuentro en el espacio preconcebido de la tela hace explotar la multidimensionalidad de la transformación de la forma.
En las artes plásticas “la forma” es una de las cualidades de la pintura junto con el color y la textura. Sobre la tela o sobre el muro primitivo, sobre los objetos utilitarios o sobre los nuevos soportes, se abre ante el artista el espacio bidimensional de la forma. La línea elemental o el punto sobre el plano toman distancia entre sí y son rodeados del espacio estético. Aquella forma arquetípica que el hombre del paleolítico vio emerger describiendo un contorno asociado al límite de otro objeto. Para los griegos la relación espacial de estos elementos definió el carácter primordial de la forma en los cuerpos geométricos. En la modernidad, Wassily Kandinsky, halló en este juego de elementos primordiales de la forma sobre el plano, el origen de la abstracción plástica. Con ella, podría decirse que las formas elementales podrán construir a su vez formas más complejas que imiten al mundo natural.
Al margen de la ilusión óptica a la cual el ojo humano subyace ante la magia de la representación plástica (con la perspectiva el espacio plano contiene al mundo tridimensional de la percepción visual), la forma sigue siendo la forma y uno se pregunta si una línea o un punto no son parte de una “estructura” fuera de la tela del pintor. Si vemos el contorno de una hoja de árbol, desde una perspectiva plana, la diferenciamos del resto del mundo por su límite, asociado o comprendido por nosotros al recurrir a uno de aquellos elementos formales básicos: la línea. Pero esta línea que se cierra en sí misma en el plano, no es la forma que la tiza del dibujante describe sobre la superficie blanca de la tela. Esta vez la profundidad, la autonomía del resto del espacio la hace “ser” una línea infinita, que se desdobla hacia la tridimensionalidad con el grosor: se trata de la hoja y no la representación de la hoja ¿Qué entonces sucede ante este hecho sencillamente comprensible? Bien, diríamos que una hoja es real y la otra es una ilusión, un dibujo, sin embargo, ambas son formas. Una, la que sustenta la representación, carece de “materia” de lo representado: no tiene células, agua, vida, pero contiene la energía de la luz que el cerebro humano (al menos), construye bajo el dominio del sentido visual; la otra, la que contiene la “materia” de lo representado: células, agua, vida, está llena también de la energía de la luz que la hace aparecer ante nuestros ojos, pero esta vez se desprende del total del mundo y se sostiene dentro de su propio espacio, en su forma tridimensional real, como una pieza del gran rompecabezas universal.
La forma puede llegar a nuestro pensamiento como algo instintivo, pero su reflexión nos revela cualidades que nos permiten “entenderla”. Una de tales cualidades es la “estructura”. Este término usado constantemente en la ciencia está unido siempre a la función. Es decir, que la estructura de una cosa determina su función y es el punto de partida para entender algo más complejo. Por ejemplo, para los griegos, la noción de un límite para la materia, los llevó a pensar en una unidad fundamental a la que nombraron átomo, y que epistemológicamente, es el punto de partida para entender la “estructura” mínima del universo. La “estructura atómica” podría ser entonces como origen de la materia también el origen de la forma. Sin embargo, los avances más recientes en la teoría cuántica nos muestran que aún con las masas medidas de las partículas subatómicas, las relaciones espaciales entre estas partículas son de nuevo el afán de un trazo estético, bastante abstracto, en la que la forma vuelve a ser buscada aún en estos espacios microcósmicos. Tal es el hecho que, para entender la relación energética y matérica de estos niveles de la realidad física, se ha propuesto no el “punto” consolidado en la historia de la representación atómica como partículas elementales, aludiendo siempre a esa forma universal que “contiene”: la esfera. En cambio ha sido desplazada por la “línea”, llamada cuerda, cuya asociación a la música es más que estético para la controvertida teoría de las súper-cuerdas. Estas cuerdas que vibran según diferentes tensiones, serán entonces de diferentes formas y la energía que de ellas se desprende se materializará poco a poco y de regreso hacia las formas que se registren en la dimensión que el ojo o la mente humana recuperen. Quizás en la tela de algún pintor la bidimensionalidad de las formas sólo son categorías de una multidimensionalidad formal de la materia.
Caprichos formales, ludismo artístico y estrategias de lo vivo
Como se mencionó anteriormente, las formas de la naturaleza desplegadas en objetos, se tocan o se aluden, según una historia natural y son marcadas por una especie de huella. Por ejemplo los fósiles no son otra cosa que formas transfiguradas, marcas del tiempo, fantasmas hechos de materia real que nos comunican una estructura, una fisonomía. Es entonces la naturaleza un mundo de intercambios y asociaciones de la forma. Quizás las analogías localizadas en los formatos de la naturaleza sólo respondan a restricciones del espacio universal según algunas pocas leyes físicas, no obstante, su explosión genera una diversidad no catalogable. A pesar de ello, un principio estético es el que ha llevado a la curiosidad y al asombro. La ciencia encuentra en este signo la manera de reconstruir y entender los procesos, por ejemplo la selección entre el azar y la necesidad. El conocido caso del cangrejo samurái, que en su cuerpo se imprime el rostro de un samurái, tiene una explicación cultural ante la reverencia a estos animales por los pobladores en memoria de un emperador, así que cada vez que se encontraban uno de esta variedad lo dejaban libre y así predominó esta población sobre las otras. La forma de un rostro humano se perfeccionó en sus caparazones y el gran escultor del tiempo se ha vuelto el gran escultor de las similitudes. Por su parte el artista quiere reproducir la cosa que ve en la naturaleza, y así se apodera de la forma y lo que envuelve, bajo su concepción mística o puramente estética. Después juega, pues puede unir formas que pertenecen a cosas diferentes. Lo hace para asociar dioses, hombres y animales. Coloca sobre el mejor sitio en la anatomía humana una cabeza de animal o invierte la garra en mano. Imita la mitad de un fruto seco para contener un líquido y va proyectando las formas que la naturaleza le dicta a su vista. A pesar de que en el arte moderno se renunció a la pintura como un arte de imitación o retiniano, por ser la vista el catalizador de la imagen del mundo (Marcel Duchamp) nadie ha podido desprenderse de la forma, pues no podemos escapar al universo mimético, que reproduce lo Mismo. El poder que tiene la forma para la creatividad, ha llevado por ejemplo, al arte contemporáneo a recoger múltiples objetos cuyas formas son, en el caos de su traslapamiento, un sustrato para la figuración de formas complejas. Así en algunos estilos pictóricos las transmutaciones de la forma llevan a la construcción de figuras complejas hechas de pequeñas unidades formales; -una mancha irregular como campo extenso rodea pequeñas gotas pseudoesféricas, que son ensartadas por la línea que avanza y se torna en espiral cual bucle del cabello de una mujer que llora- (descripción formal de un cuadro mental de la forma). Con la idea de la no representación, el artista moderno y también el pos-moderno muestra cómo puede usar la forma de la planta o parte de su estructura para encerrar con ella la forma utilitaria de un beliz. El llamado arte objeto, es un juego estético que emula a la naturaleza y sus híbridos, o bien a las formas de aquellos objetos producidos por el hombre y trasladados a una descontextualización peculiar, como una escoba cuyo cepillo son lápices de colores, un tronco de árbol cuya forma de cuerpo de mujer fue esculpida antes de que el artista mostrara esta pieza. En fin, la forma revelando signos y confrontándolos con los de otras formas. Esto quizás nos pone de manifiesto que nuestra imaginación formal está contenida en la gran ruleta de la combinación de las formas.
Más aún, en esta combinación lúdica, los hombres no somos los únicos en copiar, emular y transformar las formas, ya con sentido utilitario, ya con sentido estético. Los sistemas vivos, lo hacen también. Hay microorganismos que en sus mecanismos de sobrevivencia, utilizan estrategias para “esculpir” moléculas, cuyas formas facilitan su penetración gracias al enorme parecido con las formas propias de la célula hospedero. Este camuflaje es conocido como mimetismo molecular y es una muestra del asombroso manejo de la función por la forma. A este nivel, suele usarse, como se ha mencionado, el término estructura, no obstante, aún en modelos moleculares como los de las proteínas, es posible encontrar su relación funcional a través de la forma tridimensional que adoptan en el espacio microcósmico. Aún a este nivel las analogías proteicas se despliegan en la metáfora de las formas, pues suelen asociarse dichas estructuras a objetos más cotidianos como una silla de montar, una mano, un dedo o una zapatilla, tal cual los antiguos griegos observaron carruajes, flechas, animales diversos en la estructura que surge del dibujo de las estrellas en el cielo.
Las formas básicas del universo y su función
Físicos, matemáticos, biólogos, filósofos, artistas y estetas encuentran en la forma la fascinación del origen de las cosas, la explicación de su función, la historia del tiempo y la materia prima para las arborescencias de la imaginación. Entre todas las formas que dan identidad a la infinitud de objetos, en la naturaleza se presentan con mayor frecuencia o, digamos, como una unidad de la forma, ocho tipos diferentes. Cada una de estas formas, se asocia a una función que se universaliza.
La Esfera, la cual guarda, protege, físicamente es la forma que adopta la materia ante la ausencia de fuerzas externas. En la ingravidez, el agua pueda alcanzar formas esféricas. Vivimos en un planeta esférico, la gota de agua que resbala tiende a minimizar su volumen en la forma esférica. La esfera es incluso el elemento fundamental en las matemáticas pitagóricas con su Música de las Esferas. Y en la religión hinduista, sus dioses sueñan mundos burbujeantes.
El hexágono, pavimenta. Esta forma para la química es común: la glucosa, el benceno, y otros tantos anillos carbonados son moléculas cicladas cuyos ángulos recuperan al hexágono. En el mundo macroscópico el panal de la abeja o el caparazón de una tortuga se extienden en forma geométrica, dominando principalmente la bidimensión. Las células pueden agolparse y su cercanía provocar un pavimento de formas hexagonales. Esta observación podría verificarse con mayor claridad en el corcho que Robert Koch visualizó como celdas vacías a las que llamó células.
Una elegante forma que trae a nuestra mente bastas asociaciones es La Espiral, ésta empaqueta. Como si esta forma se replegara sobre sí misma, puede ser una trayectoria del tiempo. Las galaxias son la forma macroscópica más evidente de esta arremolinada forma. En ella se guardan los mundos, la luz, y denota movimiento. Estas formas son también, como se ha mencionado, la expresión más fuerte en el trazo de Van Gogh, y es también, la casa del caracol. Esta forma ha servido en el mundo de la cultura para signar la voz, la palabra o el lenguaje.
La Hélice, agarra. Si en el mundo natural es abundante la vegetación que trepa y se sujeta de las superficies es gracias a su torsión helicoidal. Pero pensando el mundo microcósmico, la hélice del paradigma molecular estará en el ADN. Esta molécula donde se inscriben las instrucciones de la vida, en una mezcla de espiral y hélice, guarda y agarra. Se empaqueta y se sujeta a pequeñas moléculas y a estructuras nucleares que le permiten enroscarse y desenroscarse, para abrir o cerrar la información secreta. La hélice también es la forma que puede adquirir una proteína y en el mundo macroscópico, esta torsión da tensión a las sogas, resistencia y, logra dar a los tornillos la función de rotar para apretar, agarrar y unir.
Otras formas son elementales en el mundo, tales como las aristas o ángulos o puntas, cuya función se asocia a la penetración. Hojas como espigas, piedras lanceoladas, dan cuenta de esta forma concentrada en la naturaleza. Esta forma cobra singularidad entre los organismos que se asocian, y se emparentan, se fusionan y se penetran mediante estructuras fusiformes. El sexo de los hombres es una forma que al penetrar concentra la vida, como la cuchilla hiere o la pluma escribe concentrados de tinta en palabras o lápices en dibujos de alta precisión.
La Onda, comunica, y lo habíamos dicho, la actual teoría de cuerdas llama a que la materia está fundamentada en la forma de una cuerda cuya oscilación dará lugar a la comunicación de estratos mayores de la materia. La onda es la forma que propaga la luz y el sonido. La onda quizás sea la metáfora que Foucault querría para explicar su emulación del mundo.
Por su parte, La Parábola, emite y recibe. En una variante del movimiento ondulatorio, el mundo vivo opera en parábolas para conectar el sonido casi imperceptible en los pabellones auditivos de algunos animales. Y son las parábolas una forma cóncava para recibir y focalizar la luz en los ojos y las lentes. Así esta forma es la síntesis de la gravedad sobre el movimiento.
Finalmente, El Fractal, coloniza e intima. Es una interesantísima estructura que protagoniza el Caos. En enfoques contemporáneos sobre la jerarquía de las estructuras del mundo y su traslapamiento en patrones que tienden a un encadenamiento de lo simple hacia lo complejo, el fractal es la forma definitoria de la superposición de las formas en el mundo. Se extiende como una mancha voraz en un caos que puede darnos sin embargo, la forma más simple, como los submundo que subyacen en otros mundos. Según Dante, todos los círculos del infierno y sus protagonistas cabrían en una sola llama de fuego. Pero yendo a nuestros ejemplos del mundo natural diríamos que ¡un simple, bueno, complejo, árbol! es un fractal. Sus ramificaciones son repeticiones desde sus raíces hasta sus arborescencias y en cada punto puede haber una bifurcación, que se prolonga. Las formas que se expanden sobre el agua, se revelan ante el choque de una piedra sobre su superficie, es un fractal, y es también el signo de la contingencia y el patrón. Los fractales aparecen también, en el arte, y las imágenes pictóricas podrían contener la transfiguración de una misma forma básica, hasta llegar a la expresión monstruosa de la “Ventana de Albright”. Este artista, pintando una ventana agregando más y más elementos pictóricos y extra-pictóricos como una gran masa que caótica se esparce, repitiendo pequeños universos formales, invisibles ya ante lo complejo.
Es así que el mundo de las formas puede permanecer oculto en las mismas formas o explotar como un big bang del que se derivarán infinitas estructuras o finitas formas reordenadas al infinito según la combinación en número exponencial de la naturaleza y la reproducción humana en el arte.

Eduardo Flores Soto. 2010

Lecturas y documentales
Wagensberg, Jorge. La Rebelión de las Formas. Tusquets Editores, Barcelona. 2007. Metatemas
Briggs, Jonh y Peat, F. David. Las siete leyes del caos. Grijalbo, Mondadori, editores. 1999.
Foucault, Michel. Las Palabras y las Cosas. Siglo XXI, editores. 1998.
Green, Brian. El universo Elegante. Critica, Barcelona. 2007.
Sagan, Carl. Serie “Cosmos”: La armonía de los mundos.