lunes, 23 de agosto de 2010

DECIR QUE ERA EL MAL NO ES DECIR NADA, CONOCEMOS SUS CARAS…

DECIR QUE ERA EL MAL NO ES DECIR NADA, CONOCEMOS SUS CARAS…

Nosotros, apeñuscados en un autobús parisiense, éramos incapaces de entender. Se vuelve del trabajo en plena ola de frío, se esta casi bien en la plataforma cerrada del autobús…
No sé donde subió el hombre del sobretodo y el sombrero negros, en algún momento estuvo entre nosotros, como nosotros debió alcanzar su ticket al guardia metido en su casilla y quedarse entre los demás mirando al suelo, frotándose los ojos en otros sobretodos, en otros guantes y periódicos y bolsos de mujeres. Ya al pasar el puente de Alma, antes de la primera parada de Avenue Bosquet, algunos lo notaron y se retrajeron, buscando una distancia protectora entre otros pasajeros todavía ajenos.
Muchos bajaron en la parada Ecole Militaire; se entraba en el último tramo del trayecto y el autobús estaba caliente de aire viciado, de cuerpos laxos debajo de incontables chalecos y bufandas. En algún momento tuve conciencia del miedo que se había venido instalando poco a poco en esta plataforma donde a nadie se le hubiera ocurrido imaginar que alguna vez tendría miedo. No se describir una cosa así; era un aura, una irradiación del mal, una presencia abominable. El hombre del sobretodo negro, con el cuello subido tapándole la boca y la nariz, y el ala del sombrero sobre los ojos, sabia o quería que eso fuera así; en ningún momento miro a nadie, pero la amenaza que emanaba de esa incomunicación se volvía tan insoportable que los pasajeros estábamos como unidos y a la vez indefensos, esperando cualquier cosa. Recuerdo que el guardia, un hombre de pelo gris y aire apacible, miró al hombre y casi inmediatamente miró a los tres o cuatro pasajeros que aun seguíamos de pie en la plataforma. Fue como si nos aliáramos, y el hombre del sobretodo supo que nos aliábamos y siguió inmóvil, tomado con una mano de la barra vertical, los ojos clavados en sus zapatos; era todavía peor y duraba infinitamente. No había ya mujeres, los hombres no nos movíamos, pero se que cada uno esperaba el momento de bajar como una fuga, una devolución a la vida de fuera.
Decir que era el mal no es decir nada; conocemos sus caras sonrientes y sus muchos juegos amables. Lo insoportable (y eso lo sentíamos todos desde nuestros diferentes horizontes) era la falta de todo signo manifiesto; la locura puede darse como una cosa así, que de pronto un lápiz sea la muerte o la lepra sin dejar de ser nada mas que un lápiz en una contradicción que anula toda defensa, y la razón es sobre todo defensa.
El hombre seguía inmóvil, la cara casi oculta, mirando sus zapatos; de ahí salía como una mancha de vacío, un hedor a sombra, una potencia. Estoy seguro de que si hubiera levantado bruscamente la cabeza para buscar a cualquiera de nosotros, la respuesta habría sido un grito o una carrera a ciegas en busca de la salida. En esa suspensión del tiempo jugaban fuerzas que ya nada tenían que ver con nosotros; el miedo era una materia viva en la que se abrían paso la noción confusa de lo que iba a suceder si alguien de fuera subía desaprensivamente y empujaba el bulto espeso, oscuro, pegado a la barra vertical. En esa alianza por debajo de toda inteligencia, esa aterradora comunicación por la boca del estomago y el pelo de la nuca, cualquier ruptura parecía aun mas insoportable que la lentísima carrera del autobús 92 por la noche. Cuando en la parada de la Avenue Lowendal no subió ni bajo nadie, comprendí que me tocaba acercarme al hombre para alcanzar la campanilla, y en ese mismo momento vi, vimos todos, que su mano resbalaba por la barra de apoyo en busca del botón de llamada. Se que me quede lo mas atrás posible, con la esperanza de que otros bajaran también en la parada de la rue de Oudinot, pero nadie se movía, él había tocado la campanilla para bajar y el 92 seguía corriendo por la avenida, acercándose a la parada, frenando al fin lentamente para no patinar en la capa de nieve y escarcha. Cuando bufaron las puertas automáticas y el hombre, dándonos la espalda para bajar, el guarda espero con la mano sobre la palanca, hasta que tres de nosotros decidimos al mismo tiempo a descender para cerrar la puerta.
La avenida nos cegaba con su silenciosa oscuridad, y había que moverse con precaución para no resbalar en la escarcha. Los que habíamos bajado esperábamos juntos a que el autobús arrancara para atravesar la avenida, sin hablar (¿que hubiéramos podido decirnos, que relación legitima había entre nosotros?) y como avergonzados de esa complicidad que tardaba en romperse. El hombre había subido a la acera y estaba inmóvil en la esquina de la avenida y la rue Oudinot, sin mirar hacia nosotros. A su espalda se alzaba el paredón del instituto de ciegos, quizá entraría allí o en cualquiera del as casas de retiro de este barrio lleno de conventos y jardines tapiados. Mis dos compañeros empezaron a cruzar la avenida, los seguí de cerca, temiendo que quizá el hombre echara a andar tras de mi. Los otros dos se perdían ya avenida abajo, caminaban juntos manteniendo la alianza. Yo resbale y tuve que asirme al tronco de un plátano; la esquina estaba desierta. Seguí viajando muchos meses en el 92 a las mismas horas, me tocaron con frecuencia algunos de los compañeros de aquella noche. El Mal no volvió a subir, nosotros, como en realidad no nos conocíamos, jamás hablamos de aquella noche.
De Quincey en su “Del asesinato considerado como una obra de arte” debe haberse dado cuenta, como después Dostoievsky en el final del “Idiota” que ciertos niveles del crimen están condicionados por valores diferentes, en un sistema donde el juicio y la conciencia son como tragados por el horror sin nombre que mueve al mismo tiempo al criminal y a la victima. No se trata solo del miedo que estimula y facilita una serie de asesinatos en cadena, como en el caso de Jack the Ripper o el Vampiro de Dusseldorf, pueden darse circunstancias que estaría tentado de llamar ceremoniales, una doble danza encadenada del victimario y la victima, un cumplimiento. La victimología existe hace años como disciplina…

“Encuentro con el Mal” Julio Cortazar.

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